DESDE Nueva York
Ruben Cazalet
ANDRES IDUARTE FOUCHER
Su presencia me persigue cada vez al adquirir un libro, al entonar un párrafo. No recuerdo claro, si en mis trece años me obsequió “Un niño en la Revolucion Mexicana”, de su autoría. Asumo, arriba del editor, a casa de mama grande Chayo, su suegra, mi abuela.
Con sentidas palabras me dedicó, creo, el primer ejemplar. La verdad estaba muy verde para comprender tal honor. En el tiempo no reconocí la magnitud de su elocuencia, su sabiduría, la pasión a las letras, lo escuchaba con admiración.
Enorme de estatura intelectual, humilde, mecha corta, entrado en carnes, detrás esos lentes escondía ojos bailarines de un lado a otro, perspicaz, los relatos de autores, compinches literatos para encaminarme al mundo raro de los escribanos.
Muy pollo para aceptar tal dirección, me interesaba más el Rock and Roll. Las nenas.
No solo fue el único texto me obsequió, los siguientes con olor a tinta y papel recién impreso, aroma indeleble continúo disfrutando. Del editor recurría a mí para obsequiarme el nuevo ejemplar con su consabida dedicación. (Don Pedro de Alba y su tiempo 1963). Y, varios más.
Tuve la fortuna de ser el sobrino predilecto, por ahí había otro más, hijo de su hermana, (Leonardo French Iduarte). Lo mantenía vigente para no causar celos familiares, en el tiempo, el buen Leni, afable, hizo carrera en el servicio exterior gracias al tío.
Al titularme como licenciado de administración de empresas en la UNAM (1966-1970), en ocasión al visitarlo en Nueva York, en donde era titular en Columbia University, letras españolas más asegunes, me conminó a hacer una maestría en la Sorbona, entre nosotros, lo menos deseaba era acudir a la escuelita de nuevo.
Hice la licenciatura a “Wilson”, no decepcionaría a Beatriz mi madre, por continuar mi incipiente carrera como cantante, la cual pintaba ya entonces para ser exitosa, cuando menos los aplausos en Centroamérica y Argentina apuntaban parabién. Menor de edad. Madre firmaba los contratos, así, no podía más que aceptar sus términos.
A partir de ahí la relación con el tío Andrés se hizo más estrecha, las largas caminatas a la orilla del Hudson, en la ciudad de México, en Portugal, nunca me torció la mano, me sugería, además de las largas charlas en su departamento con vista al río en Nueva York. Creo intuía ya sentaba cabeza.
De mi parte ir a estudiar otra vez, y, al extranjero me causaba escozor, deseaba tomar rumbo como licenciado (what ever it meant, on those times) y dejar en saco vacío las tablas, a pesar de un par de ofertas en dos grabadoras. Ex Columbia Records, no era una galletita fácil a digerir, tenía lo mío, lo acepto. Irme en solitario, me resultó difícil. Acepté la oferta del tío.
En Paris, previo a la Sorbona, me chuteé el típico propedéutico, de huévala, durante esos meses previos, dos, para la maestría, reconozco fui holgazán, el agobio de los parisinos me convirtieron insolente. Hice de todo, robé bicicletas, escabullí de restoranes sin pagar la cuenta, en fin; El tío Andrés pendiente de mi acontecer.
Vivía en una bohardilla en la Rue St. Honoré, barrio muy elegante, en el departamento de un amigo suyo, gran neurólogo, quien me tenía fichado. Los dineros franciscanos, solucionan mi estancia, dieta; baguete, queso y vino, acostado en parques mirando al atardecer.
Lo irremediable llega. Las noticias a mi entrañable Tío Andrés le cayeron como un balde de agua fría, igual a como se duchaba por la mañanas previo a ir a Columbia University. “su sobrino técnicamente está aprobado con notas superiores, es un chico notable, pero, ¿pero? No domina el francés, consideramos Don Andrés, lo pondríamos en riesgo. Un alumno brillante como lo es, va a padecer la academia”.
Beatriz, madre, me obsequio las nuevas, me dije,” lo intenté. Puedo regresar a casa. ¡Yupi!”
¡Aja! No, no terminaría ahí mí trayecto europeo, la novedad era Londres, a la escuela (again) otra vez, sin escusa dominaba el inglés por todos los ángulos. Sin escapatoria me rendí.
Dieciocho meses de arduo trabajo (nunca le he puesto más intensidad, disciplina, que a esa maestría. Difícil, tortuosa), estudiante pobre, lo más daba la mesada era para los sábado mediodía, un “shandy’ en una Pub, en el Swiss Cottage”. Las inglesitas, tiran coquetería, y… adónde las ensabanas, gran predicamento.
Siempre existen Ángeles Guardianes, mi añorada María Luisa Puga, la riquilla de esa casa de huéspedes, entonces, traductora de la revista The Economist, su ”flat”, el departamento de amplia dimensión nos acogía con generosidad.
Terminé siendo chambelán de ella, para entrevistas, eventos solemnes, conciertos, siempre me papachó con el cariño de hermana mayor, nunca tuvimos romance alguno, no lo intentamos, el respeto por la amistad era mayor. Su generosidad, no impidió mis travesuras, aunque pisé su amplio sillón en la sala con las nenas de los sábados, nunca me reclamó, jamás cruzó palabra alguna al respecto, o, asumió tales desdenes con comprensión. O, prefería el silencio antes a avergonzarme.
Un viernes otoñal, al arribar a casa, salió a mi encuentro, -tengo una sorpresa para ti-. Después del beso en la mejilla, la sonrisa seductora detrás de esos ojos intensos bajo la piel morena, me activó, a pesar la bruma universitaria semanal, acudí a asearme. Cual quinceañero con mis modestas galas acudí a su casa en el primer piso de la casona éramos vecinos. Me sorprendió la mesa a manera bufet, con embutidos finos, panes, postres y otros manjares.
-Rubs, abre esta botella de vino- ni tarde ni perezoso el sonido del corcho hizo eco en el salón. –sirve dos copas, vamos a platicar-.
El misterio de tal invitación me mantenía a defensiva. –Salud caro amico- me besó en la frente, -no comas ansias, te voy a sorprender, falta poco, bebamos a fondo a para temperarnos-. Hice caso, me bebí la primera copa, más dos, o tres más. El ritmo acelerado nos acercó, me besó los labios con ternura, no con pasión. –te apuesto vas a disfrutar la sorpresa-.
Al tiempo sonó el knock-knock a la puerta. –Señor usted es el anfitrión, abra por favor-. Contento acudí a desvelar el misterio. Por mi mente, no ocurrió palabra alguna. Ahí estaba ese hombrón, barbudo, con un abrigo negro cansado, quien con ‘familiaridad” se presentó con voz firme –Soy Julio, ¿es casa de la Puga?-. No alcancé a replicar. Ella detrás de mí lo abrazó. –María Ele, mis respetos, toma esta botella de tintorro de mi tierra. Luego, las presentaciones obligadas, continuaba, en mi particular shock, enfrente a mí, ni nada menos, Julio Cortázar.
La entrevista de María Luisa y Cortázar fluía con calidez, entre tintorros y bocadillos, solo escuchaba. No me faltaba la intromisión, pero, silencio.
Ella apagó la grabadora con el contenido de ese magno diálogo con el maestro Cortázar. Nuevamente me sugirió a abrir la botella del escritor.
Después del brindis, Julio, la miró, -¿es el sobrino de Iduarte? Es la sorpresa me tenías, me envolviste para entrevistarme, buena coartada. Y, caí-
A María Luisa, el cuestionamiento la tomó desprevenida, solo sonrió y asintió. Julio no se enfadó, me cuestionó sobre mis quehaceres londinenses, mientras las viandas y el vino corría, aventó el abrigo por ahí, y para mi placer comenzamos a platicar de sus novelas, “Los Premios”, recién leí, más otras. Muy campechano, se le miraba a gusto, abierto, humilde, sonriente, elocuente.
-Tu tío te ha encomendado con María Ele, ¿es buena tutora?- No se me acercó ninguna respuesta, puesto desconocía el argumento. Dentro de mí como cascada me cayeron mil recuerdos, atenciones de la anfitriona. El tío Andrés con su característica preocupación de mis pasos me vigilaba silencioso desde ultramar.
Siempre fue así, retorico, jamás me llamó la atención, igual nunca me felicitó por mi hazaña en Londres, siempre se ocupó a través de terceros por mi bienestar.
Cuando se adelantó, confieso, no lo visité al hospital, menos a su funeral, el acontecimiento, mayor a mí. Como principié, al él le debo mi amor a las letras, y, me persigue desde donde está, en mi mente no olvidaré cuando me platicó del valor de la filología. Asignatura pendiente, a pesar mis largos semestres aprendiendo novela de ficción. Gracias tío Andrés Iduarte, tu compañía siempre me enriqueció.
(Héctor, todavía hay más anécdotas, poco por poco, te las comentaré)