Eduardo Sadot
Se han escrito ríos de tinta sobre las madres, todos han tenido una madre, todas ellas, no solo han dado vida a sus hijos, los han formado, han luchado por ellos hasta lo inconfesable. Algunos hijos no han tenido la misma suerte de disfrutar a sus madres, porque murieran en el parto, porque murieran después, en circunstancias violentas y les han negado la verdad, para no lastimar su infancia, otros casos, seguramente los habrá, habrán escondido su maternidad, transmitiendo su responsabilidad a sus abuelos o tías – que siempre las hay – que no se casaron o no tuvieron hijos, otros que quizá fueron adoptados de un orfanato, pero muy pocos crecieron sin la figura o en desapego a sus madres, sin embargo su ausencia siempre permanecerá en sus corazones.
La letanía – ese rezo de la devoción católica de alabanza a la virgen María, madre de Dios – es una larga lista de alabanzas, que se adapta particularmente a todas las madres del mundo, es un reconocimiento y reivindicación de la mujer, la personificación de amor desinteresado, refugio frente a la adversidad, porque es la esperanza la personificación de la amabilidad, la que aconseja lo mejor, digna, sabia, honorable, prudente, consoladora, con la solidez de una fortaleza, que protege y consuela.
La principal importancia de una madre radica, en su virtud de realizar el más sublime acto de la humanidad, dar a Luz, ser el origen de la preservación del género humano.
Esa función final – aunque cuente con la contribución del hombre – el acto final de alumbramiento, es exclusivo de la mujer, ello la coloca en el más alto nivel de privilegio en la especie humana, sí, claro que también lo comparte con otras especies, pero es más significativo entre los mamíferos.
La sensación de sentir en su vientre la formación de otro individuo, compaginar los latidos del corazón y esa simbiosis de la armonía de corazones, la capacidad de dar tranquilidad plena, disfrutada por el feto en los ocho meses de vida en el seno materno, la tranquilidad de evocar ese momento, para quienes tienen la capacidad de recordarlo – que está demostrado que queda registrado en el subconsciente de todo individuo – como el único referente de plenitud y armonía de ésa única y afortunada etapa de la vida.
El nombre de mamá o madre, nos evoca momentos de ternura y protección, es el lado amable de la familia, a diferencia de la figura del padre que es la personificación de la autoridad y disciplina, la figura de la madre, es la condescendencia, la imagen de piedad, porque es quien sabe ser piadosa, es decir, sabe perdonar, aún las más grandes faltas en que puedan incurrir los hijos.
Quién no, arrastrados por la vorágine de la celebración de las madres de nuestros hijos, en medio de la algarabía de los festejos maternos, en un momento de disgregación del momento presente, hace un espacio, una pausa, para abrir la caja de los recuerdos y evocar a la propia madre, ausente, para disfrutar en el recuerdo su presencia en el más profundo rincón del corazón y sentimiento. En mi caso, a Tolita Figueroa Yáñez de Morales.
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