El sonido y la furia
Martín Casillas de Alba
Ciudad de México, sábado 21 de agosto, 2021. – Un día nos invitó a su estudio Eduardo Lizalde, el poeta de El tigre en la casa, para que escucháramos los silencios que había intercalado Mahler en alguna de sus sinfonías, silencios importantes tanto en la música como en la vida misma. Con los mejores aparatos de los 70’s altos, los silencios eran absolutos y, de esa manera comprobamos que “ningún amor verdadero empieza nunca sin su antesala de silencio y asombro: el silencio acoge, el silencio cunde, rinde, concreta, da de sí, el silencio provee y aprovecha”, González Sainz dixit.
Por las tardes de lluvia dejo entrar a la nostalgia de Chopin con su Concierto No. 1 para piano con Olga Scheps. Espero a que termine la orquesta con esa “idea musical que es el antecedente que genera una idea consecuente que, a su vez, toma el papel del antecedente en un torrente de invención musical que se renueva constantemente” como lo explicó Robert. L. Parker en la revista Pauta (07.1982), mientras trato de entender lo que me dice la frase musical que me conmueve y deseo volver a escucharla en el piano con todo y la breve pausa en donde expresa lo que sentía por Constanza, la muchacha que veía todos los días en el Conservatorio y con la que soñaba todas las noches, pero que nunca se pudo enterar de esa pasión devoradora.
“Un músico no es un intérprete, sino un lector y, como buen lector percibe cada frase leyendo lo que está escrito en ella, lo que está implícito, lo insinuado, lo sugerido, lo no dicho, lo que se descubrirá no en la primera, sino en la segunda lectura, o cuando el libro vuelva a leerse al cabo de los años, a la luz de la experiencia acarreada del lector, la de sus lecturas y también la de su vida”, aseguraba Antonio Muñoz Molina en “Habitando la música” (Babelia).
Así trato de entender el lenguaje musical y los procesos creativos que imagino son argumentos que se presentan con esas frases musicales que tienen una textura particular, contenida entre sus propios signos de admiración, como si fuesen esos estados de ánimo que expresamos cuando platicamos y que responden o más bien, incitan la respuesta de ciertos instrumentos o de la orquesta completa.
Otro día volví a ver la coreografía de Iberia de Carlos Saura, basado en la música de Isaac Albéniz, que va desde el cante hondo a unas versiones jazzísticas, antes de llegar a las sevillanas para acordarme de mi amigo Miguel bailándolas feliz en uno de sus cumpleaños en sus cuatro tandas y cada una de sus tres partes.
Si una tarde me siento fuerte, oigo Las cuatro últimas canciones de Strauss en la versión de Elizabeth Schwarzkopf, desde que empieza con la primavera, hasta el Crepúsculo que termina así:
¡Oh!, lejana y dulce paz
tan profunda como el crepúsculo,
ahora qué estamos cansados de tanto caminar,
–es ésta, quizás, la muerte?
Esta obra la musicalizó Richard Strauss en 1948 a los 84 años de edad, uno antes de morir. Resume la vida como las cuatro estaciones empezando por la primavera, cuando despreocupados del porvenir, vivimos al día, saltando en la plenitud de la vida antes de pasar y descubrir –como lo hizo Chopin cuando estudiaba en el Conservatorio– el amor, los deseos y la frustración convertida en música, en esa frase musical por excelencia, incluido el breve silencio, “el mejor heraldo del amor”, como decía Claudio en Mucho ruido y pocas nueces, antes que Strauss nos propusiera un otoño antes de cerrar con el Crepúsculo, cuando ya estemos cansamos de caminar y lo único que se nos puede antojar es descansar.
De esta manera, en cada una de esas ocasiones, he estado pendiente para ver si entiendo lo que me dicen y, de esa manera, me mantengo al borde de la música, emocionado, sobre todo, si descubro lo que intentan decirme en la primera o en las lecturas posteriores.