Por Aurelio Contreras Moreno
Nadie con dos dedos de frente podría negar la necesidad de que se aumente la inversión en la educación superior pública de México. Sin ello, es simplemente imposible siquiera soñar con acceder a un mayor desarrollo.
De acuerdo con el Panorama Educativo 2019 de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el gasto público de México en todos los niveles de educación como parte del gasto total del gobierno es el segundo más alto entre los países integrantes de ese organismo. Lo cual se explica porque el monto pagar en la nómina del magisterio es monstruoso. Pero eso, indudablemente, no se refleja en la calidad educativa.
En cambio, el gasto público por estudiante en México a nivel general sigue siendo el más bajo entre los países integrantes de la OCDE. El mismo estudio señala que “la principal fuente de financiación pública a nivel terciario es el gobierno central y las transferencias entre diferentes niveles de gobierno solo aumentan marginalmente la participación de los gobiernos estatales, del 19 al 21 por ciento. No existe una fórmula de financiación común que cubra a todas las universidades públicas, lo que significa que el gasto público por estudiante varía ampliamente entre estados, regiones e instituciones”.
Más allá de las cifras, basta darse una vuelta por las instalaciones de cualquier institución pública de educación superior, particularmente en las entidades federativas, para encontrarse con las múltiples carencias que padecen en materia de insumos e infraestructura educativa, en mayor o menor medida, dependiendo del estado y la universidad o instituto que se visite.
En este marco, este miércoles al menos unas 25 universidades estatales –incluida la Universidad Veracruzana- se fueron a un paro de 24 horas en demanda de mayores recursos, pues los draconianos recortes y restricciones presupuestales aplicados por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador a la educación superior han provocado una severa crisis financiera en al menos nueve de estas instituciones, en las que ya no tienen ni para la nómina.
Uno de los problemas que se aluden es que mientras en algunas de estas universidades se incrementó la matrícula de estudiantes, no hubo un aumento presupuestal proporcional que permitiera cubrir las necesidades que esto generó. Y la consecuencia fue un desequilibrio que ha puesto en riesgo su funcionamiento mismo.
Considerando que el Gobierno Federal actual se dice de izquierda y que muchos de sus integrantes provienen, precisamente, del activismo universitario, se pensaría que podría haber cierta sensibilidad hacia una demanda que pudiese significar una mejora en el desarrollo de la educación profesional del país. Pero resulta que no.
La respuesta inmediata y lapidaria del presidente Andrés Manuel López Obrador –cuya carrera política se construyó, completa, a partir de la protesta callejera y la toma de instalaciones y vías de comunicación públicas- fue que su gobierno no estará “a expensas de chantajes”.
Y fue más allá. Acusó que el paro de este miércoles –que no afectó ninguna vía de comunicación ni la actividad productiva del país, aunque dejó sin clases a unos 300 mil estudiantes universitarios- fue a convocatoria de “grupos de presión y así no es ya la cosa. Ya se cambió”.
Vaya que hay un cambio. Pasándose por el “arco del triunfo” la autonomía universitaria, López Obrador pidió a las universidades dejar de pagar congresos, intercambios, estancias en el extranjero y conferencias, demostrando además su supina ignorancia sobre lo que implican los procesos académicos de enseñanza, extensión y vinculación.
Pero no fueran “normalistas” robando camiones y secuestrando choferes, porque hasta plazas les regalan. El presidente que tardó 14 años en titularse de una licenciatura mandó al diablo las instituciones…pero esta vez a las de educación superior.
Y muchos de esos académicos que hasta hace muy poco –específicamente en las últimas campañas electorales- salían “en defensa de la universidad” pública, ahora están calladitos, calladitos.
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