Luis Alberto García / Moscú
*Esa caída de la selección ofendió enormemente a zar y a la patria.
*Por el enojo de Nicolás II, éste no le pagó los boletos de regreso.
*La fecha del triunfo teutón empañó otros festejos imperiales.
*Colecta en Suecia para un equipo nacional que cosechó goles ¡en contra!
Era el mes de junio de 1912, cuando, por todo lo alto, el zar Nicolás II de Rusia quiso conmemorar la batalla de Borodinó, que significó la humillante salida de las tropas invasoras de Napoleón Bonaparte de territorio ruso, luego de la ocupación e incendio de Moscú por cuenta de sus propios habitantes.
Un siglo después, en el marco de esos festejos y a regañadientes, el soberano inauguró la Unión de Futbol de Rusia (Rosiiki Futbolny Soyuz en ruso), aunque, en un acontecimiento previo, una representación del balompié nacional había sido derrotada con un marcador apenas creíble en los Juegos Olímpicos de Estocolmo de ese año, ante lo cual, forzadamente, participó en la ceremonia fundacional.
El torneo de futbol en la capital de Suecia se desarrolló mediante eliminación directa con la participación de nueve selecciones, todas europeas, una de ellas, la rusa, que por primera vez participaba en un evento de categoría internacional.
El equipo partió pues con la bendición del zar y de los altos jerarcas de la Iglesia ortodoxa rusa, quienes, con la delegación deportiva, protagonizaron una fastuosa ceremonia en la catedral de San Basilio, despidiendo con alegría y entusiasmo a los jugadores del cuadro nacional.
Una larga travesía en ferrocarril hacia el Norte, hasta San Petersburgo, y luego el cruce del mar Báltico en buque de pasajeros, los llevó a Estocolmo, en donde, el 30 de junio de ese año glorioso, tuvieron lo que en la jerga futbolera se llama “debut y despedida”, al caer por 2-1 ante Finlandia, un vecino histórico –en un conflicto en el que Suecia también se involucró-, contra el que Rusia había guerreado dos siglos atrás.
Sin embargo, a los organizadores olímpicos les pareció un cruel despropósito el tener que despedir a todos los eliminados, enviándolos de vuelta a sus respectivos países después de mucho viajar para jugar apenas un partido, por lo que se sacaron de la manga un torneo de “consolación” para los perdedores iniciales.
A Rusia le correspondió enfrentar a los apodados “junkers” de Alemania –gobernada entonces por el káiser Guillermo II, primo hermano de Nicolás II, nietos ambos de la reina Victoria de Inglaterra, a quienes familiarmente les decían Willi y Niki-, superiores en todos los sentidos, que la derrotaron sin contemplaciones por ¡16-0!
Las repercusiones y reacciones ante tan ignominiosa caída -dos años antes de que Alemania y Rusia se convirtieran en enemigos mortales en la Primera Guerra Mundial- fueron de escándalo en la corte zarista y buena parte del territorio ruso, especialmente en Kiev, Moscú y San Petersburgo, las principales ciudades de la nación.
Ése fue considerado por pobres y ricos, nobles y plebeyos, como uno de los muchos acontecimientos que presagiaban la caída de la dinastía Románov -con tres siglos, desde 1613, en el trono de todas las Rusias-, que sería depuesta por la revolución bolchevique de octubre de 1917.
El zar, enfadado en extremo por lo que consideraba una humillación para su imperio feudal y la bandera blanca, azul y roja que, desde fines del siglo XX volvió a ser la auténtica, repuesta por decreto, se negó a pagar el viaje de regreso de los futbolistas, incluidos el director técnico y los dirigentes de la desdichada expedición, quienes cargaban en contra negrísimos y negativos números.
Los suecos –lo mismo ciudadanos de a pie que deportistas organizados y en activo-, compasivos por naturaleza, pusieron en marcha una colecta para pagar los pasajes de barco y ferrocarril de los futbolistas rusos, quienes, también poniendo algunos kopecs de sus ahorros y viáticos, aceptaron en silencio el castigo imperial, pues se trataba de una decisión superior y sin apelaciones.
Nadie protestó, todos sabían a qué atenerse, y aunque fue un hecho público, conocido fuera de las fronteras de Suecia, todos sabían que, si abrían la boca, el siguiente destino no sería en Kiev, Moscú o San Petersburgo, sino Siberia, en los confines polares de una autocracia que tenía el tiempo contado.
A esas estepas heladas, encerrados en los gulags -prisiones siniestras- eran enviados aquellos individuos que, bajo cualquier circunstancia, ofendieran o incomodaran al zar, a sus numerosos cortesanos, parientes o representantes de las instituciones que, como la Unión de Futbol de Rusia recién fundada, debutó internacionalmente nomás con un gol a favor y 18 de contra.
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