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Algo va mal: una crítica a la degradación del poder

Redacción Por Redacción
18 noviembre, 2025
en Política
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Análisis Sociopolítico
Dr. Héctor San Román A
Ex Diputado Federal

 

La marcha del 15 de noviembre expuso un poder debilitado, custodiado por murallas metálicas y por dispositivos de contención que transmiten más temor que fortaleza. Exhibió también un descontento ciudadano que contrasta con los resultados de encuestas de popularidad cuya credibilidad se discute en amplios sectores sociales.

Existe, en efecto, algo profundamente problemático en la forma en que se ejerce hoy el gobierno. Las reformas legislativas apresuradas, las modificaciones a instituciones clave como el Poder Judicial y las intervenciones sobre los órganos autónomos plantean preguntas esenciales: ¿son legítimas?, ¿son correctas?, ¿son justas y ecuánimes?, ¿contribuirán a fortalecer el Estado de derecho? La prisa con la que se desmontan diques institucionales que generaciones anteriores levantaron con esfuerzo parece carecer de una justificación racional consistente.

Parafraseando a Michel Onfray, ningún beneficiario de un sistema desigual agradece al insolente que revela la lógica de sus privilegios. Ninguna autoridad local aprecia a quien exhibe la ostentación impropia; ningún actor político colmado por la complicidad corrupta aplaude al que desnuda los engranajes de un orden injusto. Quienes denuncian, quienes arrancan la máscara del poder y dejan ver la asimetría que favorece a unos pocos y castiga a la mayoría, se transforman con rapidez en chivos expiatorios.

Mientras la clase media se contrae y el tejido social se erosiona, amplios sectores se sienten defraudados por un gobierno que, acosado por la expansión del crimen organizado, parece haber renunciado al ejercicio efectivo del monopolio legítimo de la fuerza. En política, lo insuficiente a menudo equivale a nada.

La marcha del sábado 15 reveló un poder que muchos perciben deteriorado, dividido, inepto y crecientemente inseguro. La imagen de un Estado parapetado tras vallas metálicas y operativos intimidatorios contrasta con la narrativa oficial de cercanía popular.

Las implicaciones de un poder que se degrada

El desgaste del poder tiene, paradójicamente, efectos positivos: permite mayor realismo social, abre espacios para el disenso público y crea plataformas de movilización antes impensables. Pero todo vaso medio lleno está también medio vacío. La degradación del poder entraña peligros evidentes: reduce la capacidad estatal para enfrentar problemas estructurales como la desigualdad, la violencia o la fragilidad institucional.

La desigualdad, en particular, es corrosiva. Su impacto no se manifiesta de inmediato, pero con el tiempo erosiona vínculos sociales, exacerba la competencia por el estatus, solidifica prejuicios y alimenta patologías sociales asociadas con la pobreza y la exclusión. El legado de la riqueza malhabida es, en efecto, amargo: ¡es la corrupción, estúpidos!, parafraseando la célebre consigna.

Sentimientos corruptos y normalización del deterioro

Tolstói observó que el ser humano puede acostumbrarse a casi cualquier condición cuando todos a su alrededor la aceptan. Esa normalización es uno de los riesgos centrales de la degradación del poder: fomenta la proliferación de grupos —delictivos, violentos o desestabilizadores— que operan al margen de un Estado cuya capacidad de contención es cada vez más limitada.

Nuestro horizonte está saturado de amenazas: pobreza crónica, crisis climática, desastres naturales cada vez más frecuentes, expansión de economías criminales. Ninguno de estos desafíos puede enfrentarse con eficacia en un contexto de poder debilitado y fragmentado.

Hobbes, y posteriormente otros clásicos de la teoría política, recordaron que consentimos el poder del Estado porque promete orden, previsibilidad y protección. Pero cuando esa promesa se rompe —cuando la sensación predominante es que nadie está realmente a cargo—, el pacto social se vuelve frágil y la legitimidad del gobierno se erosiona.

El riesgo de la parálisis y el estancamiento

A diferencia de episodios breves de anarquía, la degradación del poder puede conducir a largos periodos de parálisis institucional. Las democracias atrapadas en esta lógica corren el riesgo de volverse regímenes disfuncionales, incapaces de adaptarse a las demandas del siglo XXI.

La referencia a la marcha universitaria del silencio de 1968 y a las reflexiones de Samuel Huntington en los años setenta ayuda a contextualizar este fenómeno: sociedades en rápida transformación, con instituciones debilitadas, suelen ser particularmente vulnerables a disturbios, insurrecciones y rupturas autoritarias.

Parece que fue ayer, porque ciertos patrones se repiten con inquietante familiaridad.

La marcha del 15 de noviembre: síntoma y espejo

El frenesí de la marcha, integrada por contingentes diversos y carente del clásico acarreo, reunió a miles de personas que expresaron su inconformidad ante lo que perciben como un gobierno incapaz de garantizar seguridad, justicia y paz. Los gritos, consignas y tensiones frente a un Zócalo amurallado reflejan la distancia creciente entre gobernantes y gobernados.

El gobierno, al banalizar la espontaneidad del descontento, parece haber ignorado su fondo: la exigencia de reconstruir un contrato social basado en el Estado de derecho y en la protección efectiva de la ciudadanía.

Un poder cada vez más ruidoso y menos eficaz

Las redes sociales amplifican causas y denuncias, pero también generan un ruido constante que dificulta la articulación de movimientos duraderos. Además, la multiplicación de actores con “algo” de poder —pero sin responsabilidad institucional clara— fragmenta la deliberación pública y dificulta la acción colectiva.
La transformación acelerada de las jerarquías tradicionales genera desorientación y alimenta la anomia, en el sentido durkheimiano: la ruptura de los vínculos normativos que ordenan la vida social.

Hacia una nueva narrativa del poder

Comprender la degradación del poder exige construir una narrativa distinta, acorde con las nuevas dinámicas políticas y sociales. Persistir en análisis tradicionales es no sólo insuficiente, sino potencialmente peligroso.

Ignorar la degradación del poder favorece la aparición de demagogos que capitalizan el resentimiento social, simplifican problemas complejos y prometen soluciones inmediatas e ilusorias. Se aprovechan del desconcierto que produce un ecosistema saturado de voces, demandas y tensiones.

Durante más de un siglo, partidos, universidades e instituciones acumularon experiencia y conocimientos traducidos en hábitos y rutinas productivas. Cuando esas instituciones se debilitan, no sólo pierden poder: se pierden también la memoria y las prácticas que permitían resolver conflictos y generar estabilidad.

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