Relatos dominicales
Miguel Valera
Al concluir el concierto nos fuimos a cenar al “Skylon”, un restaurante ubicado en el mismo Royal Festival Hall, en Londres. Yo había sugerido “Las Iguanas”, que estaba al otro lado de la avenida, pero su sonrisa me desarmó. “Sé que te extraña el nombre, pero sí, así se llama y preparan buena coctelería, como el Pornstar Colada, con Malibú, ron especiado Sailor Jerry, vainilla, coco y piña”, le dije. No la convencí. Para abrir apetito yo pedí un Southbank’s Martini, mientras observaba las luces en la oscuridad del río Támesis. Ella pidió un Skylon diva que no es otra cosa que zumo de manzana con lima fresca, pepino, hojas de menta y limonada.
“Estuviste grandiosa en el concierto”, le dije. Y sonrió nuevamente con esa mirada profunda, luminosa, para agradecerme el cumplido. “Nunca como Jacqueline du Pré”, me contestó. “Bueno, bueno, contesté. Ella era Jacqueline pero tú eres tú y el dominio que tienes sobre este violonchelo Stradivarius es único. Te lo he dicho otras veces, en mis 50 años de director de orquesta nunca había tenido una chelista como tú. Eres única, excepcional”, añadí, mientras saboreaba mi bebida con sabor a ginebra, flor de saúco, jugo de lima, pepino y jugo de lichi.
“Todo empezó el día en que abracé un chelo”, comentó. “Era apenas una niña y desde entonces no lo he soltado de mis piernas. Aquí lo traigo, junto al vientre, controlando mi vida, moviéndola, dándole sentido. Interpretar este concierto para violonchelo en Mi menor, de Edward Elgar, ha sido algo excepcional para mí y sobre todo, tocarlo aquí, en el Royal Festival Hall, en Londres, en el mismo lugar en donde Jacqueline du Pré lo interpretó con tanta maestría aquel histórico 21 de marzo de 1962”.
A mis casi ochenta años de edad, en la cumbre de mi carrera, al lado de esta jovencita virtuosa del chelo, me sentía revitalizado. Pero no sólo sentía admiración por su talento, por su capacidad de interpretación, por su virtuosismo para desgarrar notas de nostalgia y melancolía del Stradivarius, también sentía deseo por sus labios carnosos, por sus manos blancas y delgadas, por la lozanía de su rosto y sobre todo por su sonrisa luminiscente en esa noche londinense.
Ella empezó a comer su hamburguesa Skylon con papas fritas y yo un lomo de bacalao a la plancha. Pedimos una botella de Mirabeau Azure francés que nos fascinó. Ella siguió hablando de su fascinación por el violonchelo, un instrumento que se había convertido en su tabla de salvación para una historia de tristezas y desgracias familiares. Yo la escuchaba como a la distancia, admirando su voz, su movimiento de manos y sobre todo su radiante sonrisa. En mis locas imaginerías la veía abrazándome, besándome y llevándome a la cama en esta noche fría londinense. Todo era una ficción, los pensamientos locos de un hombre viejo que confundía la admiración de su alumna con el deseo del pasado y la juventud.
No le dije nada, no hice nada. Al salir del restaurante caminamos por “The Queen’s Walk” para luego tomar el taxi que nos llevaría al hotel. La dejé en su habitación, mientras en mi cabeza resonaban las notas del concierto para violonchelo de Elgar que esa tarde nos había hecho vibrar.