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Los medios informativos andan como locos preguntando a quien se deje acerca del espionaje estadounidense sobre México. Han salido a la luz contratos y un convenio firmado entre el Gobierno mexicano y el estadounidense, primero para la compra de equipos de intercepción de comunicaciones; y, segundo, para que Washington tuviera la posibilidad, a través de estos equipos, de interceptar llamadas y otro tipo de comunicaciones vía electrónica.
El subsecretario de Medios de la Secretaría de Gobernación, Eduardo Sánchez Hernández, salió al quite, diciendo que la Procuraduría General de la República está atendiendo este caso; revisa la documentación del caso. Ella dará cuenta del resultado en cuanto ello sea posible.
La verdad es que en esta perversa trama de soplones, orejas, antenas, o como quiera usted y mande, se está haciendo un tsunami en una taza de agua. El asunto es tan viejo como los tatarabuelos del escribidor. La CÍA siempre ha estado fisgoneando a quien se deje y a quien. Se recuerda que en la avenida Revolución, hace ya un titipuchal de años, había una frutería-taquería, a donde todo buen gurmet de los taquitos de carnitas michoacanas caía cuántas veces pasaba por esos rumbos.
Pues un buen día se armó la grande. La taquería desapareció de la noche a la mañana. Y la prensa de entonces, hará unos 40 años, publicó la noticia a ocho columnas. La policía política mexicana – la Dirección Federal de Seguridad – había descubierto que la visitadísima taquería frutería fue un puesto de la CIA, que se dedicaba a registrar imágenes, personas, conversaciones, que ocurrían en la embajada de la Unión Sovética, que quedaba mero enfrente del negocio, que por cierto era regenteado por un taquero cubano.
No es noticia nueva que las agencias de espionaje de Washington espíen a los mexicanos. Es el pan nuestro de cada día. Recuerdo que, por aquellos años de gorilatos y guerrillas, se había asilado en ciudad de México un sacerdote colombiano, acérrimo opositor del gobierno – la época del surgimiento del ELN, del inolvidable padre Camilo Torres Restrepo, y cuando el escribidor iba a visitarlo y a comentar los asuntos políticos de aquella Latinoamérica, el amigo clérigo ponía la radio a todo volumen y, mientras platicábamos, no dejaba de sonar un llavero, para que la conversación no fuera grabada por los agentes que, desde automóviles estacionados en la calle, paraban las orejas para ver quién entraba, de qué hablaba, y a qué hora se retiraba.
El periodista Jefferson Morley se ocupó de descubrir qué presidentes de la república fueron espías de la Compañía. Y antes de Morley lo reveló el ex agente Philip Agee. Inside the Company se titula la obra de Agee. En él encuera como soplones de la CIA, a Adolfo López Mateos, identificado con la clave “Lienvoy 2”; Gustavo Díaz Ordaz, cuya clave secreta era “Litempo 8”; y Luis Echeverría Álvarez, “Litempo 14”.
Las revelaciones de Agee van más lejos. Afirma que cuando Díaz Ordaz avisó a Echeverría que sería su sucesor en la presidencia, Echeverría se apresuró a comunicar el suceso a la CIA el mismo día en que Díaz Ordaz le comunicó la decisión.
¿Era verdad lo que Agee denunciaba? Mucho de verdad tiene sus revelaciones, como la tuvieron las del inolvidable Manuel Buendía Tellezgirón, asesinado por un presunto agente de la Compañía.
Así que no se preocupe. En toda la historia mexicana, EU ha espiado a los mexicanos con sus propios agentes y con mexicanos prominentes contratados exprofeso. No me lo va a creer, pero todos los mexicanos que tienen algo que decir son visitados permanentemente por las antenas de la Compañía. Me tardaré más en subir este texto a la Red que los robots de la CIA y de la SNA en capturarlo. Así de fácil.
fgomezmaza@analisisafondo.com
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