· Qué difícil es vivir con el dolor
· Por qué sufrir tanto para morir
No me dolió la muerte de Marco Aurelio Carballo. Tenía que irse. Ya era tiempo. Ya tenía que descansar. Dejar a un lado el sufrimiento. Terrible, demoledor sufrimiento. Cotidiano.
Prolongados y dolorosos habían sido los últimos años.
Su muerte, en esas condiciones, era esperada, bienvenida, aunque hiciera daño la ausencia eterna, la desaparición total, el cuerpo hecho polvo metido en una urna. La imaginación convertida en un archivo ideal, plátonico, de belleza, de poesía, de creatividad, de luminosidad.
Lo que me duele es que el ser humano tenga que sufrir tanto para morir. Qué difícil es morir en esas condiciones.
Los periodistas, los verdaderos, no sólo morimos de periodismo.
De periodismo se vive hasta que llega un sicario a balacear el cuerpo. O llega el cáncer, o el aneurisma, o el evento vascular cerebral a hacerte trizas el alma y atajarte la corriente de la vida, de la conciencia, de las emociones, de la inteligencia, del Eros, del Tánatos.
De cerca vivo la muerte, la muerte nuestra de cada día, la cotidiana, que no acaba de llegar, taimada en llegar: somos tan vulnerables los seres humanos, tan frágiles, que muchos piensan que nos morimos de un resfriado.
Mentira. La muerte es porfiada. No es tan fácil morir en este mundo de muerte. No llega cuando más la necesitamos, pero hace trizas el cuerpo y el alma. Descobija el corazón y lo enfría, pero no lo mata. Atormenta los pulmones y los bronquios, pero no ahoga. Y es, como decía mamá, un cuchillito de palo que no corta pero lastima. Por qué. Por qué tenemos, como Marco Aurelio, que sufrir tanto para morir.
Llega el dolor, se entroniza en todos los rincones del cuerpo y en los recovecos del alma. Se parece mucho, el dolor, mucho, a un millón de agujas enterrándose en cada mínima partecita del cuerpo, en las vertebras cervicales, en las dorsales, en las lumbares, en lo más profundo de la columna vertebral, y cunde de sufrimiento todo el organismo del cuerpo y del alma. El dolor a veces pareciera insoportable, pareciera que mata, y ojalá que matara de verdad, no sólo que engañara.
Y también martiriza el alma, la atormenta, la hace sentir estúpida, fracasada, mediocre. Va matando el alma lentamente sin matarla. Eso no lo soporto. He visto a muchos hombres y mujeres vivir lentamente postrados en un lecho de muerte. Pasan los años y la muerte no aparece por ningún resquicio de la habitación. Es hartazgo lo que llega a sentir el cuerpo de tanto dolor. El dolor aparece cuando el cuerpo despierta. Y dura mientras el alma pareciera que se desprende y se va a vivir debajo de la tierra de Jaime Sabines. Pero no. Ahí sigue, sólo amenazando. Y el ser humano sufre lo que nadie imagina, porque nadie está dentro de él para saberlo.
El ser humano nace solo, crece solo, llega a joven y envejece solo. Los demás no están para enterarse de lo que piensa, de lo que desea, de lo que quiere, de lo que sufre, e inclusive de lo que ama. No se enteran ni siquiera de lo que el ser humano muere. Muere solo, sin siquiera el amor de su vida.
El gran Marco Aurelio es ahora el paradigma del ser humano que, después de mucho tiempo de batallar con el dolor, se libera de éste injusto compañero y lo desecha, lo elimina, lo mata. Lo vence con su propia muerte. Tan valiosa entonces que es la muerte de Marco Aurelio, de todos, de Luis Francisco, de Esperanza, de Gilberto, de todos, inclusive de los que mueren asesinados por sicarios de la gente mala.
Y la muerte se convierte en la liberación del dolor, del sufrimiento. Bendita muerte, entonces. La liberación total del sufrimiento. En estas condiciones, a quienes nos quedamos en este mundo de sufrimiento no nos queda más que seguir celebrando la vida y no llorar la muerte, porque la vida da la oportunidad de morir, de liberarnos de las ataduras del tiempo y de las incomodidades del espacio.
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