(Crónicas del encierro, Eduardo Macías, coordinador)
Por Maricarmen Román
Todavía estaba allí, presente en el oído, el sonar de las 12 campanadas que despidieron al año viejo y le dieron la bienvenida al 2020.
Las frases más escuchadas fueron: “Que este año nuevo sea de dicha y prosperidad, con mucha salud y cosas buenas” y “Gracias, muchas gracias, igualmente para ti, te lo deseo de corazón”.
Los abrazos y la música enmarcaban las 12 uvas engullidas al frenético ritmo de las campanadas —los últimos suspiros del año que se va— que convierten mágicamente en buenos deseos cada mes del que nace.
Llegó el esperado 2020 y, aunque parece su principio, es el final de una década. Desde enero me cambió la vida por completo. Un punto de quiebre inesperado. Mortal y vital, año sin par.
El 3 de enero, mi hija mayor terminó su carrera y de inmediato partió a estudiar al extranjero siguiendo su sueño. Pero ese día, las autoridades de Estados Unidos no la dejaron ingresar y la devolvieron a casa.
Sí, como madre —no importa que “ganara” más tiempo con ella—, verla destrozada, llorando, impotente, me partió el corazón.
El 22 de enero llegó “la gota que derramó el vaso”. Este día me armé de valor y hablé por última vez con quien fuera mi esposo; un día lejano tan amantísimo, le pedí por favor que se fuera de casa.
Inició mi duelo, me aislé del mundo y me encerré en mi “búnker”, en mi mundo. Mis únicos compañeros fueron algunos libros de auto ayuda y una libreta donde apuntaba, día con día, las dolencias de mi alma.
A finales de febrero, en una reunión familiar, alguien dijo que “ya nos tocaba”; tendríamos que entrar en cuarentena.
Todavía veíamos lejos la tragedia, ni siquiera entendíamos qué era eso de la Pandemia.
Cuando empecé a creer que estaba lista para salir de mi encierro, llegó la orden contundente: “¡Quédate en casa!, con Susana Distancia al mando”. Siempre he sido obediente y me resigné.
De todas maneras ya estaba encerrada, confinada; así que me daba igual estarlo por más tiempo.
Eso sí, alcancé a festejar mi cumpleaños en un restaurante. Sin embargo, la gran ironía fue que ese 9 de marzo se organizó el “paro de mujeres”, así que todos los lugares lucían vacíos.
Sin saberlo, como regalo de cumpleaños, me dieron una probadita de lo que nos esperaba.
El 15 de marzo, se escuchó la primera llamada de urgencia para la población; para mí y mis hijos, fue la señal definitiva para encerrarnos a piedra y lodo.
¿Qué hicimos? ¡A comer como cerdos! No sé por qué, pero creímos que había “permiso” para atascarse de comida. ¡Ah, cómo tragamos y sin hacer ejercicio! No se “podía hacer otra cosa”.
Mi “auto encierro” no era solo mío. En casa vivimos cinco, así que me sentí acompañada, pero todos estábamos igual, desatados en la tragazón.
Muy pronto comencé a darle nuevos significados a las cosas que nos rodeaban. Sentía… gran orgullo. ¡Formaba parte de un hecho histórico! Hasta saboreaba cómo se platicaríamos a las siguientes generaciones.
A través de las redes sociales nos llegaban vídeos de que prometían que “después de esto seremos mejores personas”, “nos valoraremos más”.
Y te la quieres creer. ¡Claro que yo me la creí! Pronto empecé a cuestionar cómo sucedería ese cambio y concluí que no sería por arte de magia.
Si queríamos salir mejores personas de la Pandemia, necesitábamos ponernos a trabajar en el tema. Si queríamos mejorar, debíamos poner manos a la obra. No podíamos esperar que la Pandemia nos hiciera mejores personas ella sola; no lo haría.
Poco tiempo después, escuché en un podcast que podríamos ver todo esto —la crisis sanitaria y su mortal bicho— como un “castigo divino” o como un “regalo de tiempo”. Me gustó más lo segundo.
Podía ser un “regalo de tiempo” para leer más, estar bien y de buenas con los nuestros y los de enfrente, y aprender a hacer cosas nuevas solos o en equipo.
Se trataba de disfrutar más nuestro espacio, a veces tan ajeno; querer más a nuestra casa, darle una manita de gato como caricia merecida; procurar aprender a ser mejores en algo, en lo que fuere, aunque no se necesitara como valor de cambio.
Eso me propuse hacer.
Lo primero que decidí fue dejar de comer como si fuera la última cena o el deseo definitivo de un condenado a muerte. No más ingesta de vitamina “T”, esa tan mexicana de tacos, tortas, tortillas de harina, tlacoyos, tlayudas, tla..ntojitos diversos. No saldríamos bien librados del encierro viéndonos mucho peor que como entramos.
La segunda decisión tomada fue terminar con eso de estar como muéganos todo el tiempo. “Cada chango a su mecate”, dictó en estridente alarido el clarín de órdenes. Cada quien a su espacio y a hacer sus cosas lúdicas y productivas, útiles y recreativas, pero cada uno en su individualidad.
De esta manera logramos valorar mejor nuestros tiempos colectivos.
Las comidas juntos, desde el principio de la Pandemia, se volvieron “ley” y fueron obligatorios los juegos de mesa y ver televisión juntos.
Aprendimos a reírnos de nosotros mismos y bromeábamos con que cada uno contara cómo fue su día. Primera gran lección: comunicación mata visión.
Por mi parte, me inicié en la meditación trascendental —quería practicarla de tiempo atrás—, ello me obligó a leer más. Además, aprender a meditar calmó algunas angustias, de esas que devoran el alma.
Segunda lección: el placer y el dolor son intransferibles, aun cuando el encierro te vuelva transparente como fantasma.
Encerrados en casa, todos aprovechamos mejor el tiempo e hicimos cosas que antes rehuimos porque “no nos daba tiempo”.
Tercera, lección: si se quiere se puede.
No se trata de hacer apologías al encierro, no; pero así como el cuerpo te cobra no hacer ejercicio o el comer de más, también pasan factura la falta de caricias y abrazos, de no estar con tus amigos y con tu gente amada. Eso te muerde el espíritu y magulla tu alma.
El temor a contagiarnos de Covid-19 llegó como si no hubiésemos tenido ya de por sí suficientes miedos en nuestra vida, a veces tan precaria.
Hasta hubo quien dijo muy sabihondo que el bicho no existía, que se trataba de un ardid del “gobierno mundial” para controlarnos. Algunos pagaron con su vida tamaña sabiduría.
Ahora, mientras los del poder dicen y los opositores contradicen, las muertes siguen y siguen subiendo, engordando las cifras del horror al que, poco a poco, parecemos acostumbrarnos.
Por supuesto, nos da miedo contagiarnos. El espanto de morir está latente; ni queremos que le suceda a los nuestros ni a los de más allá.
¿Qué hay detrás de esta Pandemia? ¿Se trata de un diseño para condicionar el nuevo orden mundial? ¿Qué es verdad y qué mentira? No lo sé.
No me alcanzan las entendederas para responderme, pero una cosa es categórica: ¡Elijo vivir! Sí, asumo la “nueva realidad” donde tengo que usar tapabocas, ponerme gel sanitizante cada segundo, usar mascarilla, bañarme para llegar en lugar de para salir.
Tomaré todas las medidas que sean necesarias, sí; pero prefiero arriesgarme y vivir, a seguir en este encierro de tiempo completo.
Viví el confinamiento porque quise y, acto seguido, viví encerrada porque la realidad me obligó.
Pero la vida se va, con o sin Pandemia, de todas maneras pasa. Y de todas maneras, la gente se muere de Covid-19 o de otras causas.
¿Vamos a seguir mucho tiempo sin tocarnos? ¿Vamos a vivir aislados siempre? ¿Vamos a seguir sin ver a los nuestros? Esto tampoco lo sé.
Miro hacia atrás y entiendo que mi hija tenía que regresar a casa, porque nos faltaba afianzar nuestra relación, en ello trabajamos día con día.
Volteo atrás y veo que necesitaba “encerrarme” más de lo que yo creía para fortalecerme como persona.
La gran lección es que aprendí a cuidarme más y a vivir siempre en espera de tiempos mejores.
Aprendí que no puedo dejar que la vida se vaya como agua entre los dedos, porque para esa tragedia nunca existirá vacuna.
Ahora sé, con base en el dolor de millones de seres humanos en el mundo, que este 2020 nos salió muy pero muy bravo, y se convertirá en nuestra gran escuela o quizá, ya lo veremos, en nuestro principal fracaso.
Y de lo que tanto me cuidé me sucedió. Tengo Covid 19. Hace días que estoy encerrada para no contagiar a los demás.
El bicho me pescó o yo lo pesqué a él. Da lo mismo. No supe ni dónde ni cuándo pero me atacó como a millones en el mundo.
Ahora desde mi ventana veo pasar la muerte, mucha muerte, pero yo estoy muy aferrada a la vida. Ese aprendí de cierto. La Pandemia me enseñó a revalorar la vida. Amén.