De memoria
Carlos Ferreyra
Un sobrino que es bueno y dulce como arroz con leche, en un gesto de cordialidad me hizo saber que yo soy periodista por influencia de mi suegro, quien me guió en los inicios de esta difícil profesión.
Sentí que Belcebú me jaló de las patas y alguien me jalaba de las patillas ante semejante aseveración que, me enteré después, fue producto de una opinión de mi cuñado, el mayor de nueve hermanos, Edgardo Hernández Ramos, que responde a su origen: árbol torcido jamás sus ramas endereza.
A Edgar, en dos oportunidades, debí detenerlo cuando intentaba meter contrabando bajo el amparo de la presidencia, pero bajo mi nombre. Tengo como testigo a Rodolfo Echeverría Ruiz, sobrino del entonces presidente Luis Echeverría, que intervino en ambos casos. Ignoro si ante los berridos del contrabandista lo perdonaron y le ayudaron.
Muchas otras hazañas pueden adjudicarse a mi querido cuñado, que un día se fué a China, y regresó con un certificado que no sabemos qué dice, pero se autotituló “acupunturista”, con lo que ha hecho una fortuna regular.
Todavía no enterraban a mi suegra, doña Jacoba, cuando Edgar ya estaba arreando con el comedor de la casa para su propio domicilio.
Mi suegro nació José Hernández, sin padre legal, pero supuestamente producto de un señor Arroyo, hombre adinerado de PEROTE que nunca lo reconoció.
Creció con dos tías que lo llevaron por el buen camino de la religión y logró un buen nivel de importancia entre los jóvenes católicos, pero abjuró cuando supo que una de sus tías en verdad era su madre. Casado, comenzó una vida desordenada en la que se le adjudican dos matrimonios más, sin haberse divorciado de los anteriores.
Con el tiempo, el hombre acostumbraba visitar a mi suegra, que administraba una zapatería de propiedad común con su hermana Eva, y en un desagradable incidente en el que José mostró la pistola que llevaba en la cintura, me enteré que el hombre acudía mensualmente para recibir una asignación de parte de su primera esposa.
Enferma, en cama, recién operada ese día que lo visitaba yo con mi esposa y con mi primogénito recién nacido, al explicar la Sra. que no tenía recursos para dar a quien consideraba todavía su marido, el sujeto con voz estentórea reclamó: “así que solo sirvo para proteger a tus hijas de los padrotitos que las visitan…”
No esperé más. Le dije que el único padrote presente era él y el hombre mostró el arma que traía en la cintura. Para su mala suerte, ese día yo había hecho prácticas de tiro en el Estado Mayor Presidencial y también portaba una arma de grueso calibre a la cintura.
Desapareció. Nunca más lo volví a ver en esa casa y ahora, nada más como meditación, no recuerdo una sola línea escrita por tan ilustre señor, jamás tuvo cabida en ningún periódico y se sabe que como locutor leía textos que le pasaban, antecedentes de los “sin comentario” de Agustín Barrios Gómez.
Se ignora porqué el hombre decidió cambiar su apelativo a “Jaime” y seguramente impresionado por un hotel Ancira, en aquellas lejanías de lujo, decidió adoptar como apellido el nombre de esa hospedería, situada en el centro de Monterrey.
De hecho, no se le conoció oficio alguno. Anduvo del tingo al tango y se adoraba tanto que se enchinaba las pestañas y, sobre un enorme copete, llevaba una mancha blanca como toro bravo: berrendo.
Al final de su vida y con hijos aquí, allá y acuyá, fue amparado por alguno de los hijos de doña Jacoba, que sin serlo lo habilitó como asesor legal de su empresa.
Este es un escrito que no me pesa, aunque tampoco me causa gran placer describir una vida tan inútil como la de Pito Pérez, pero no tan divertida.
Reitero mi vocación: la he descrito en otras ocasiones, la he explicado y siempre tuvo como ejemplo a un señor que no era novelista, periodista, ni literato. Pero era un varón en toda la extensión de la palabra. Mi padre Alfonso Ferreyra. León, que me enseñó el valor de la rectitud y de la honorabilidad. He dicho.