De memoria
Carlos Ferreyra
Cuando me ilusionaba conocer un hombre de letras, literato, periodista, miraba como personajes inalcanzables, casi divinos a los más notorios informadores.
Pronto me acerqué a algunos y comencé a dudar de mi ideal. Así recuerdo a un barrigón, siempre muy elegante, reportero mediano en El Universal, que una vez que se colocó en el Sindicato de su medio, se hizo diputado federal. Tres años de ignominia y al anonimato.
Horrible decepción la mañana en el Café Trevi, rodeado por una cohorte de sujetos que le festejaban, reían y aplaudían las sandeces y las pillerías de Blanco Moheno.
El día que me senté en mesa vecina para oírlo, detallaba cómo asustó a un turista gringo para despojarlo de su auto, un Cadillac en esos tiempos de importación prohibida.
Como funcionario bancario, miraba sin comprender su significado cuando dos estrellitas de Excélsior con británica puntualidad acudían a depositar bonches de cheques dela SEP, cada documento con el nombre y la clave de maestros imaginarios.
Nunca hubiese osado tener un mal pensamiento sobre este trafique de nóminas. Hasta que dentro de mi cabecita se alojó un ser maligno que me hizo ver mi estupidez que yo, amorosamente, calificaba como inocencia.
De común acuerdo, decidimos con Male, mi esposa, probar fortuna; sin conexiones con el medio, sin conocer a nadie, me lancé y visité a Gustavo Alatriste, del resultado, bueno estoy narrando 60 y pico de años después.
Tuve la fortuna de caer en una redacción de privilegiados, casi todos militantes de la izquierda, cultos, lectores compulsivos, activistas políticos y siempre abiertos al diálogo, al debate sobre temas históricos o de actualidad.
Sobre esas virtudes, destacaba el concepto del periodismo como un ejercicio de responsabilidad ciudadana, la denuncia, la investigación y una escritura simple, directa, que no se prestará a interpretaciones torcidas o dudosas.
Fue una escuela insuperable con maestros como Héctor Anaya, Froilán Manjarrez, Rodrigo Moya, Víctor Rico Galán, Juan Duch Collel, Rosendo Gómez Lorenzo, Rius, Leonardo Vadillo y la confusión de un ser odioso que, empero, transpiraba todas las formas culturales posibles, Raúl Prieto y Río de la Loza, alias Mikito Miñongo.
Allí supe lo que era el periodismo como vocación. Y también que había muchos, incontables informadores que daban todo, comodidad, tiempo personal y familiar, ingresos magros pero con el pensamiento en ser cada día mejor.
Fueron mis ejemplos de vida personal y profesional. Creo no haberme equivocado, porque a partir de mi relación con esos ejemplos, supe que no había tarea humana más grande, más sacrificada y más satisfactoria que la labor informativa.
Pensé que el político vive de la mentira y de inyectar esperanzas, siempre fallidas, a sus semejantes. Así, desglosando cada vertiente de las actividades humanas, siempre brincó el periodismo como el culmen de la realización humana.
El periodista no engaña, expone y somete al juicio público los hechos que afectan a la sociedad; su único capital, siempre en desventaja, es su moral personal, su ética que invariablemente será cuestionada. Aún sin razones.
A un hombre público le basta con decir del reportero que descobijó sus trácalas y bandidajes: No le llegué al precio; me pidió, no le di, golpeador maiceado por mis enemigos políticos.
Duele decirlo, pero el vulgo se suma a la condena, periodista chayotero, dicen, e indecentemente, sin darse cabal cuenta, termina protegiendo al funcionario ladrón. Lo vimos antes, lo vemos ahora.
El reportero, defensor sin límites de los explotados es, sin embargo, incapaz de defenderse de usos y abusos patronales. Casos patéticos los despojos de las cooperativas que por arte y habilidades de directivos en contubernio con hombres del poder político, pasaron a manos de mercachifles que se sintieron periodistas.
Excélsior se entregó a un mueblero que un buen día agarró su enorme avión privado, metió a un reportero o redactor, una bonita empleada que manejaba el arte de la entrevista, incluyó una taquimecanógrafa y obvio el fotógrafo que documentaría visualmente los trabajos del neoperiodista.
Toda esta faramalla recorriendo el mundo para dialogar con personajotes, no le dio resultado y sus publicaciones en El Sol, pasaron de noche.
En UnomasUno la historia fue distinta. El diario nació con un préstamo facilitado por el presidente López Portillo. El adeudo se cubrió con anticipación y promovido por Manuel Becerra Acosta, nació una cooperativa en la que se ocultó a sus miembros que no tenían, como organización, propiedad sobre derechos de autoría, ni sobre el cabezal o muebles e inmuebles.
Una falacia que reventó en manos de Carlos Payán que jamás escribió algo más que su nombre en los suculentos cheques que cobraba. Para deshacerse de Becerra, el promotor y finalmente beneficiario, Manuel Alonso Muñoz, uso también a Carmen Lira y a Luis Gutiérrez, ex vocero de Dante Delgado.
Total, Alonso vocero de De la Madrid, echó mano de todo lo comerciable, con gratificación millonaria en dólares, mandó a Becerra a bien morir a España.
Lo que sucedió en la cooperativa de La Prensa lo dejó para otros más interiorizados; lo mismo para la de El Día.
El reportero es el escalón salarial inferior en los medios. Excepciones confirman la regla. Vivirá una existencia de privaciones y morirá con la sonrisa del beato que se marcha con la conciencia limpia. Sin importar difamaciones o insultos que bajan de lo más alto del poder.
Y sin hacer recuentos diarios del medio centenar de informadores asesinados bajo el gobierno actual. Récord mundial, dirá satisfecho el dueño del balón…