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Cancelación social, censura oficial

Redacción Por Redacción
6 septiembre, 2025
en Norberto Maldonado
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Imagina esto: estás en una discusión acalorada y, en lugar de responder al argumento, le disparas al mensajero. “¿Y tú qué sabes, si eres un pobre perdedor?” Es la vieja falacia ad hominem: desacreditar a la persona para no tocar el fondo. En el ecosistema digital, ese truco prospera porque recompensa el ruido, no la razón. La plaza pública se convirtió en un feed que aplaude el linchamiento exprés y castiga la matización.

En enero de 2025, Meta anunció un giro drástico: puso fin a su programa de verificadores de hechos y migró a un modelo de “Community Notes”, donde son los propios usuarios quienes añaden contexto. Lo presentó como “más libertad de expresión” y “menos errores de moderación”. Sus críticos advirtieron lo obvio: un terreno más fértil para la desinformación y el discurso dañino, especialmente en tiempos electorales. Un partido sin árbitro no es más justo, solo más ruidoso.

Ese ruido se amplifica con herramientas baratas de manipulación. Los bots compran relevancia y los deepfakes democratizan el engaño hiperrealista: un político diciendo lo que nunca dijo, un audio perfecto que cualquiera juraría auténtico. Basta el incentivo para que alguien con mala fe logre secuestrar la conversación pública. Y si encima la moderación se relaja, la cancha queda abierta.

¿Cómo se traduce esto en México? Primero, en la cancelación social, el veredicto de la muchedumbre digital. La queridísima Ángela Aguilar sirve de ejemplo. Anunció que donaría un dólar por cada boleto de su gira en Estados Unidos para apoyar a comunidades migrantes, un gesto tan simbólico como barato, y lo presentó como un gran aporte. Las redes no tardaron en acabársela: la acusaron de oportunista y la funaron. En pocas horas el trending topic dictó sentencia, sin importar la proporción real del gesto. Ni la cantante midió el costo de su anuncio ni la turba digital perdió la oportunidad de lincharla. Resultado: la percepción sustituyó a la evidencia y la condena digital reemplazó al debate.

Hay que tomar en cuenta que el silencio no solo sube, también baja. El caso “Dato Protegido” lo dejó claro. Una ciudadana criticó en X un supuesto favoritismo político y el Tribunal Electoral lo convirtió en “violencia política de género”. El castigo fue desproporcionado: disculpas públicas diarias durante 30 días, multa y cursos. Como si no bastara, se le prohibió mencionar el nombre de la diputada, así que las disculpas tenían que dirigirse a un absurdo “Dato Protegido Eso se llama fue censura judicial disfrazada de corrección política. Hoy, bajo el pretexto de la violencia política de género, pareciera que ya no puedes cuestionar a ninguna mujer en el poder, porque cualquier crítica se transforma en delito. Y tan ridículo resultó que la propia legisladora pidió darlo por concluido. Y cuando el poder se da el lujo de decidir qué palabras puedes escribir, queda claro que estamos frente a censura pura y dura.

Al mismo tiempo, se legisla sobre el espacio digital de manera… digamos que no muy brillante. Puebla aprobó este año una reforma que castiga el “ciberasedio” con hasta tres años de cárcel por insultos reiterados en redes. ¿Quién define qué es un insulto? ¿Un juez? ¿Un político con la piel delgada? Periodistas y organizaciones advirtieron que la ambigüedad de la ley permite convertir la molestia del poderoso en delito del ciudadano.

A nivel federal, la nueva Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión encendió alarmas porque en su primera versión permitía bloquear plataformas completas y daba poderes expansivos a una autoridad reguladora. Tras la crítica pública, el Senado eliminó el artículo más polémico, pero quedó claro el impulso: un Estado tentado a regular el discurso digital con eufemismos como “proteger a las audiencias” o “ordenar el ecosistema”. Una cosa es proteger derechos, otra muy distinta es tener la palanca para silenciar plataformas enteras o someter contenidos con reglas ambiguas.

Si esto parece abstracto veamos los números. Artículo 19 documentó 51 casos de acoso judicial contra periodistas y medios en solo siete meses de 2025. Es decir, un caso nuevo cada cuatro días. Y gran parte de esos procesos avanzan por rutas “electorales” o figuras jurídicas que, usadas sin cuidado, se convierten en mordazas.

La cultura de la cancelación es el síntoma de una conversación enferma donde el incentivo es destruir al disidente para ser trending y la recompensa institucional es convertir el desacuerdo en un expediente más. Cuando la gente prefiere linchamientos y el Estado ensaya herramientas para callar lo incómodo, la libertad de expresión se convierte en una cortesía revocable.

No se trata de negar daños reales como el acoso, los discursos de odio o la difamación, ni de romantizar el libertinaje. Se trata de advertir que el remedio se está volviendo peor que la enfermedad. Cuando Meta decide relajar su verificación en nombre de la libertad, asume el riesgo del caos informativo. Cuando los gobiernos responden a ese caos con leyes o sentencias que castigan opiniones o bloquean plataformas, incuban algo peor: un ecosistema donde el poder decide qué se puede decir y cuándo.

México no necesita más comisiones ni agencias para “ordenar” internet. Necesita reglas claras contra el abuso institucional, límites precisos a las sanciones y un estándar alto para proteger la crítica, incluso la dura, la incómoda, la que cae mal. Porque sin crítica no hay democracia. Linchar a Ángela Aguilar por disfrazar con filantropía una limosna de un dólar no nos convierte en mejores ciudadanos. Convertir un tuit en caso judicial no hace más civilizada la política, la degrada. Castigar insultos con cárcel no hace más seguro al país, solo más cobarde. Todo junto nos hace más frágiles.

La democracia no se mide por la popularidad del orador, sino por la resiliencia del sistema frente a su voz. Hoy la cancelación social dicta sentencias inmediatas y la censura institucional les da sello oficial. Entre ambas fuerzas, el centro se deshilacha.

Etiquetas: columna
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