José Luis Parra
Ya ni el narco se disfraza. Ahora se organiza en la Marina.
¿La diferencia? Antes llegaban en balas. Hoy atracan en buques.
Mientras nos distraíamos con la boleta electoral y sus telenovelas tropicales, en Tampico desembarcaban diez millones de litros de combustible ilegal. No por pipas furtivas o pozos clandestinos. No. Por barco, con bitácora y bandera, saludando a la autoridad portuaria que, por supuesto, era parte del negocio.
Bienvenidos a la nueva versión del huachicol: con grado militar, pasaporte diplomático y comunicación encriptada.
La red fue dirigida por “Los Primos”, Fernando y Manuel Roberto Farías Laguna, sobrinos del almirante Ojeda Durán, el mismo que encabezó la Secretaría de Marina durante el sexenio de López Obrador. Ojo: no son hijos de la patria, son hijastros del poder. Ascendidos a toda velocidad, como si las charreteras fueran piñatas de cumpleaños. Uno terminó como agregado naval en Madrid y el otro como comandante en Puerto Vallarta. ¿Méritos? La sangre. Y no precisamente derramada por la patria.
Según testigos y registros financieros, ambos dirigían una operación de contrabando con método de relojería suiza. Colocaban marinos en aduanas estratégicas, manipulaban designaciones, repartían sobornos y hasta mandaban mensajes cifrados con nombres clave: “NK”, “Santo”, “Capitán Sol”. Una tragicomedia militar con guión de narco y escenografía institucional.
El Capitán Sol (Miguel Ángel Solano Ruiz), por ejemplo, pasó de ser un marino retirado con 18 mil pesos de pensión a un magnate de apuestas. Perdió —en sentido literal y figurado— más de 52 millones de pesos en casinos. Tenía ocho propiedades y una fachada empresarial para lavar el combustible. Un Rockefeller de agua salada.
El caso se ventiló gracias a “Santo”, un exfuncionario naval que primero participó, luego se asustó y terminó cantando como tenor en juicio. Es el testigo estrella. Su relato implica a marinos, civiles, empresarios, y hasta a un exjuez federal que hace unos años protegía violadores en Veracruz y hoy manejaba camiones cisterna.
Sí, leyó bien. Un juez federal ahora movía gasolina robada. El país da vueltas como ruleta rusa.
En la parte baja del operativo estaban los jefes de aduana que simulaban inspecciones, alteraban análisis de laboratorio, apagaban cámaras y recibían bolsas con millones en efectivo. Los barcos llegaban como en crucero turístico y partían con sonrisa de complicidad.
¿Y el Gobierno? Bien, gracias
El actual régimen defiende a Ojeda Durán con un fervor que raya en lo patológico. “Honorabilidad”, dicen. Claro, como si el apellido bastara para borrar las conexiones, los ascensos, los sobornos y los barcos llenos de combustible ilegal.
Este caso no solo exhibe corrupción. Exhibe una colonización institucional del crimen organizado. Ya no son infiltrados. Son operadores con nombramiento oficial. Con uniforme y banda sonora. Con código moral degradado y blindaje político.
No hablamos de un narco que corrompe a un agente. Hablamos del Estado organizando el delito.
Y lo peor: sin escándalo.
Apenas se supo, las autoridades anunciaron el desmantelamiento con entusiasmo de quinceañera. Como si hubieran desarticulado una célula enemiga, no una estructura que ellos mismos construyeron, financiaron y protegieron.
Aquí no se cayó una red de huachicol. Se cayó una parte de la Marina.
México está en manos de clanes familiares, protegidos por el uniforme y bendecidos por la narrativa.
Un país donde el huachicol llega por barco, los sobornos por bolsas y la impunidad por decreto.
Y si alguien se atreve a preguntar por qué, le contestan con la bandera.