Juan Luis Parra
Cuando uno viaja por carretera en este país, más que un volante debería cargar una estampita como el detente de López Obrador y el número de un buen abogado. Porque lo que se vive en las autopistas mexicanas no es seguridad: es extorsión con uniforme.
Si alguien todavía cree que la Guardia Nacional es garantía de algo, le hace falta escuchar a quienes sí están ahí.
A los que sí se “la rifan”, pero por órdenes corruptas.
Un guardia nacional en activo, entrevistado bajo anonimato, acaba de soltar una bomba que, de tan sabida, ya ni ruido hace.
El verdadero escándalo es que nadie hace nada.
Todos lo saben: desde que uno pisa el batallón, al causar alta en el Ejército, ya le están cobrando “derecho de entrada”. Y los cursos, puro “casino”. No el de apuestas, sino el negocio disfrazado de cafetería donde se sangra al personal.
¿Entrenamiento? No. Puro negocio. Todo es pretexto para que termines soltando mordida. Y eso es lo que realmente se enseña en los centros de adiestramiento de la Guardia Nacional.
El guardia entrevistado, con la cara tapada y una voz tranquila pero ideas claras, contrasta con los típicos limitados que uno encuentra en cualquier carretera federal: violentos, prepotentes, mareados de poder.
Lo he vivido en carne propia por estas tierras sonorenses.
Otra de sus anécdotas: tienen prohibido perseguir sospechosos. ¿La razón? Podrían guiarlos directo a una emboscada.
En algunas carreteras de Jalisco, los oficiales deben pedir permiso para entrar. Porque a las ocho de la noche, ya no es zona de nadie.
O mejor dicho: es zona con dueño.
El testimonio también revela cómo se reparten los tramos carreteros como si fueran plazas. Flotillas de camiones sin licencia ni papeles, pero con “contacto arriba”, pasan sin problema.
¿Que un guardia nacional se atreve a hacer su chamba y detiene a uno de estos operadores arreglados? Le llaman del cuartel y lo mandan a otra estación.
Así se castiga al que intenta cumplir la ley.
El esquema está tan normalizado que hasta tiene nombres: “líneas” o “vaquitas”. Cuotas mensuales para que ciertos camiones circulen sin ser molestados. A veces son 100 mil pesos, a veces más. Todo depende del tamaño del negocio.
La ley no se aplica, se negocia.
La Guardia Nacional ya no patrulla. Administra el peaje del crimen.
Y mientras tanto, en el otro frente, el del poder, hay fuego cruzado.
Según revelaciones recientes, la pelea entre Omar García Harfuch y el general Ricardo Trevilla ya no es ni discreta ni diplomática. La confrontación entre la Secretaría de Seguridad Ciudadana y la Defensa Nacional estalló de lleno cuando los militares se llevaron los equipos de inteligencia de las oficinas de la Guardia Nacional y dejaron puro cascarón.
¿Coincidencia que justo ahora salga este testimonio incómodo para la Sedena? Para nada.
Esta entrevista no suena a confesión espontánea. Suena a misil dirigido. Porque lo que dice sobre la corrupción dentro de la Sedena, su control férreo de la Guardia Nacional y su negativa a soltar las garras de las carreteras encaja perfecto con la narrativa de Harfuch, que busca arrebatarles el control operativo.
La presidenta Sheinbaum intenta hacer malabares entre dos visiones incompatibles: los “abrazos” que ya no alcanzan ni para el discurso, y los “balazos” que vienen con factura política.
Y mientras tanto, las carreteras siguen siendo tierra de nadie.
O peor: tierra de todos… menos del ciudadano.