Día de Visita
Claudia Bolaños
Durante la época colonial en México, el sistema de justicia no solo buscaba castigar a los infractores, sino también imponer un control social basado en el miedo y la violencia física.
La justicia era visible, rápida y brutal, y se apoyaba en castigos corporales, humillaciones públicas y un sistema de encarcelamiento rudimentario.
Uno de los castigos más frecuentes era el uso del cepo: un aparato de madera que inmovilizaba muñecas y tobillos, obligando al reo a permanecer en posiciones dolorosas durante horas o incluso días. Este instrumento no solo causaba sufrimiento físico, sino que humillaba públicamente a quien lo sufría, ya que a menudo se colocaba en plazas públicas para que la comunidad viera el castigo y aprendiera la lección.
Además, los azotes eran comunes, aplicados con varas o látigos en la espalda o las piernas, dejando marcas permanentes y dolorosas. En algunos casos, la violencia corporal se endurecía con la marca al rojo vivo, un signo indeleble que estigmatizaba a los delincuentes para toda la vida.
La severidad aumentaba con la flagelación pública, la mutilación —como cortar orejas, manos o piernas— y, en casos extremos, la pena de muerte por ahorcamiento o hoguera, especialmente para delitos como la herejía o la rebelión.
Las cárceles coloniales no eran espacios diseñados para la rehabilitación o largas estancias, sino retenes temporales. En las principales ciudades, estos recintos estaban ubicados en los ayuntamientos o presidios y se caracterizaban por su estrechez, oscuridad y falta de higiene. Eran prisiones rudimentarias donde se hacinaban indígenas, esclavos, deudores y personas acusadas de delitos menores, enfrentando hambre, enfermedades y malos tratos constantes.
Testimonios históricos de la época, como los de Fray Bartolomé de las Casas, denuncian las condiciones infrahumanas en las cárceles, describiéndolas como mazmorras oscuras y pestilentes donde muchos presos morían antes de ser juzgados. Funcionarios coloniales mismos reconocían que los reos vivían expuestos a plagas, torturas y abandono, a menudo exhibidos encadenados en plazas públicas para escarnio.
Los conventos y monasterios también contaban con mazmorras donde encerraban a quienes eran acusados de herejía, brujería o desviaciones morales, aumentando la deshumanización y el aislamiento.
En este contexto, la esclavitud africana constituyó uno de los grupos más vulnerables. La esclavitud implicaba no solo la pérdida total de libertad, sino la constante amenaza de castigos brutales. El Diario de Gregorio Guijo, de 1653, documenta un caso emblemático en Puebla, donde un esclavo fue paseado públicamente, ahorcado, decapitado y mutilado tras ser acusado de asesinato. Este castigo no solo buscaba la eliminación del “culpable”, sino enviar un mensaje aterrador a toda la comunidad esclava para evitar rebeliones.
Además de los castigos físicos, el exilio era otra forma de sanción severa. La península de Yucatán, aislada y con condiciones adversas, funcionaba como una “prisión natural”. Prisioneros políticos, indígenas sublevados y delincuentes graves eran enviados allí para ser apartados del centro de poder y sometidos a duras condiciones que impedían su reincorporación social.
Este sistema punitivo, basado en la violencia física, la humillación pública, la segregación y el control territorial, fue una herramienta clave para sostener la dominación colonial. Si bien muchas de estas prácticas desaparecieron con la independencia, el legado de violencia y exclusión persistió en distintas formas dentro de los sistemas penales posteriores.