Los enfrentamientos armados suelen dejar heridas abiertas, que no siempre son fáciles de sanar, en el caso de las guerras civiles, es aún más complejo, pues los agravios no suelen olvidarse pronto. Con respecto a las guerras civiles mexicanas, a las batallas se añadieron fusilamientos, excesos y masacres que abrieron heridas profundas entre quienes sufrieron el embate de algún bando.
Aún así, México ha manejado bien sus procesos de reconciliación nacional, prueba de ello, fue el indulto que Porfirio Díaz, con la excepción expresa a Leonardo Márquez, dio a antiguos conservadores e imperialistas, incluso incorporó a no pocos de ellos a su gobierno. De la misma forma, se casó con Carmen Romero Rubio, hija de un prominente adversario lerdista y a Sostenes Rocha, uno de los mejores soldados de carrera del siglo XIX y rival en el campo de batalla, lo hizo con justicia Director del Colegio Militar. Algo similar ocurrió durante la administración de Lázaro Cárdenas, cuando el divisionario michoacano dio amnistía a todos los bandos de revolucionarios, muchos volvieron del exilio y fueron reincorporados al ejército o la administración pública, logrando una genuina unificación revolucionaria. Pero si el discurso oficial justificó la paz y la concordia, en no pocos sectores de la sociedad mexicana las heridas aún no se han cerrado del todo. Hace poco escuché a un connotado historiador comentar que el gobierno mexicano deberá ser muy cauto el año entrante, cuando se cumplan 100 años del levantamiento Cristero, hay todavía muchos descendientes de los soldados cristeros y los rescoldos aún no se apagan en sus familias.
Otro caso similar es que el atañe a Francisco Villa, sin detrimento de lo que significó convertir a la División del Norte en una formidable maquinaria bélica, el “Centauro del Norte” es recordado también por sus múltiples excesos y atrocidades, no en vano su muerte violenta fue no sólo conveniente para el gobierno del General Obregón, sino perpetrada por familiares de víctimas suyas. Incluso las afrentas no terminaron con la emboscada a Villa en Parral, años después su tumba fue profanada y el cadáver decapitado. A Pancho Villa lo hemos conocido a través de la historia, de la literatura, el cine y el imaginario popular, pero también de la abultada relación documentada de sus abusos y crímenes. No en vano, en fechas recientes salió a la luz el libro “Crímenes de Francisco Villa, Testimonios” del historiador chihuahuense Reidezel Mendoza y el cual da cuenta de sonadas revelaciones de los crímenes cometidos por Villa en contra de civiles, militares y presos políticos en el norte del país y en la Ciudad de México. El texto derrumba el mito del “Robin Hood” mexicano y muestra la faceta más bestial del afamado revolucionario.
Pero no solo las plumas de los historiadores han mostrado los crímenes de Villa, sino que actos familiares han reivindicado a víctimas del revolucionario. El pasado 26 de julio, los descendientes de Vicente Rafael Reynoso Romero, llevaron a cabo una ceremonia para reinaugurar su cenotafio, recién restaurado, en el Panteón de Gómez Palacio, Durango. Reynoso Romero, originario de Tepatitlán, Jalisco, fue uno de aquellos hombres que con determinación ganaron tierra al desierto, forjando la bonanza de la Comarca Lagunera. Al iniciar el siglo pasado, se instaló en Gómez Palacio donde fundó una numerosa familia y el Teatro Unión, uno de los primeros esfuerzos culturales y de entretenimiento en la Laguna, región que como es bien sabido, no pudo escapar del embate violento de la Revolución.
Entre el 24 de marzo y el 3 de abril de 1914, la División del Norte atacó Torreón, que era defendida por las fuerzas federales al mando del General José Refugio Velasco. Al tomar la plaza trás una de las batallas más importantes de la Revolución, los villistas cometieron excesos y crímenes. En este tenor, y sin justificación alguna, tropas villistas sacaron a Reynoso Romero de su domicilio y lo ejecutaron, su cadáver jamás fue encontrado. Entonces su familia levantó un cenotafio en su memoria en el panteón de Gómez Palacio. Los años pasaron y el monumento sufrió los embates del tiempo, pero afortunadamente el recuerdo del empresario teatral ha perdurado con fuerza entre sus descendientes, quienes han rehabilitado el monumento funerario no sólo como acto de elemental justicia y reivindicación a su ilustre antepasado, sino como un acto que logró cerrar con dignidad una herida que sin causa ni necesidad, se abrió en 1914.