La vida como es…
De Octavio Raziel
En las mañanas, cuando la enorme sala de redacción estaba vacía, en silencio, sólo se oía el teclear: asdfg ñlkjh qwert poiuy.
Ascender de ayudante de redacción a reportero de guardia implicaba en los años 70 un gran avance para cualquier aspirante a periodista.
Para cubrir esa plaza se le asignaba al nuevo una máquina. En mi caso fue una Olivetti color beige que comencé a conocer como a mis propios dedos. Ésta comenzó a ser parte de mi vida y la velocidad adquirida era la misma de la de quien me dictaba al teléfono, bien sea enviados especiales o corresponsales. La universidad no impartía mecanografía ni taquigrafía pues eran consideradas materias propias para señoritas, así que el reportero se inventaba ambas.
Asdfg ñlkjh…la velocidad en la máquina Olivetti color beige, fue creciendo.
Con el tiempo vinieron las giras de trabajo, los viajes con misiones especiales y en todas esas ausencias me esperaba la vieja máquina Olivetti color beige, a la que había logrado inmovilizar y proteger de extraños con un candado aplicado al “carro”.
Mi dilecto, admirado y predilecto amigo Antonio Aspiros, reportero y escritor, ha dicho que “no se puede concebir periodista sin máquina de escribir”. Y añade que esa empatía es un caso muy común entre cierto tipo de periodistas bohemios que se encariñan con una máquina, se identifican con ella y hasta piensan que mucha de su efectividad se la deben a “su máquina”.
Las redacciones de los viejos periódicos no se podrían imaginar sin el ruido de las teclas contra el papel que se deslizaba en un rodillo de caucho. Algunas secciones, y sobre todo las oficinas administrativas de los diarios, tenían máquinas de escribir que eran verdaderas antigüedades.
Hasta que llegó la modernidad.
Una tarde, frente a la puerta del periódico estaban amontonadas decenas de máquinas de escribir, nuevas y viejas. Todas iban al deshuesadero.
¡Habían llegado las computadoras!
Pareciera que la vieja máquina de escribir Olivetti color beige me hubiera llamado para que apurara el paso.
– ¡Alto ahí! –grité angustiado- ¡No muevan nada!
Corrí como desesperado hacia el elevador, pero estaba siendo ocupado por los cargadores de muebles; así que tuve que utilizar la escalera. Subí los cuatro pisos hasta la oficina del director.
Sin audiencia, sin anuncio alguno, entré y la solté:
-Mi máquina Olivetti color beige no se mueve de mi lugar. Han sido más de 15 años junto a mí. Es mi esposa, mi amante, mi compañía, es…”
Don Fernando M. Garza, entonces director del diario, no me dejó terminar.
– Calma Octavio, baja y que te devuelvan la máquina; aunque claro, ya no estará en tu escritorio; estará en tu casa.
– ¿Ves esta vieja máquina de escribir Rémington sobre mi escritorio? -me preguntó don Fernando- es la misma que me ha acompañado por oficinas de prensa y periódicos desde hace 30 años en el periodismo –recordó.
En mis pesadillas, durante los breves espacios de descanso que logro, me llega el sueño recurrente en el que aparece solitario mi escritorio en medio de la enorme nave que era la redacción, vacío, desocupado, y ha desaparecido mi máquina de escribir Olivetti color beige.
Despierto, angustiado; volteo la vista hacia el mueble donde está mi vieja máquina de escribir; tranquilizado, cierro nuevamente los ojos e imploro por otra pequeña muerte temporal, esto es, una o dos horas extras de sueño.
Cuando me encuentro frente a esa máquina Olivetti color beige, pegándole a las teclas, estoy seguro de que el escribir -como el leer- me permite gozar del único derecho que le queda al ser humano en estos tiempos: la lucidez.