La vida como es…
De Octavio Raziel
Chiconcuac es un valle con el cielo apuñalado por chimeneas de viejos chacuacos. Zafras que de los cañaverales envían columnas de humo como piras funerarias esparciendo un manto de cenizas por doquier. Agujas, saetas en las vespertinas nubes de un eterno crepúsculo escarlata y plata. Flechas salidas de los ingenios que como minuteros apuntan al cielo, mientras las cañas derraman su savia; jugos que serán piloncillos, panelas, alcohol, aguardiente; azúcar mascabada, morena como los cañeros y amarga como el trabajo que realizan; refinada en la mesa del pobre y del rico.
La variedad de frutos de la región ofrece aromas que me trasladan a las novelas de Salgari o de Verne; a mi infancia en la huasteca potosina. Mangos, maracuyás, limones y limas, zapotes negros y chicozapotes redondos, dulces como los pechos de la mujer deseada.
Cuando cae la noche en este cachito del estado de Morelos el cielo se enciende de ámbar que se transforma en rojo y argenta.
Cierro los ojos y conjuro la imagen de mi sueño imposible. Pienso en ella –esa entelequia, ilusión, fantasía- mientras me acompaño del sonido sordo del teclado del ordenador que se pierde entre las sombras de las primeras luces de la mañana.
Su presencia física se transformó en la hechicera de mis sueños; tentadora como el trasero de Philippa C. Middleton, Pippa, no grande, no pequeño. Carne firme, ardiente y de un perfume imaginario que desearía jamás se desvaneciera. Es el aroma y el veneno que el hombre podría apetecer para morir en paz.
Imagino un pierre-a-terre a donde llevar a la maga de mis ensueños con sus mejunjes, embrujos, magia e imaginería; al tálamo, sin más vergüenza que la luz de las candelas, cirios que dejen unas tenues tinieblas doradas. Adentrarme en su mente, en su alma… en su cuerpo; conocerla en el más puro sentido bíblico, en la cama.
He dejado correr un día más sin ella. Rescatando de los muros del convento de San Antonio de Padua voces fantasmales de las monjas con las vísperas, las completas, los maitines, las laudes, las primas, el ángelus en la hora tercia, la nona que terminaba con la sexta. Nubes bajas resbalan por las laderas cercanas y se deshacen en soplos de niebla.
Un brazo de claridad cegadora inunda el trozo de valle que le corresponde a Chiconcuac, mientras que ella se difumina como la luz de los cristales catedralicios.