CUENTO
Al morir, Doña Angustina jamás imaginó que después de la vida también sufriría. Sus hijos, unos diez en total, al pasar seis meses, dejarían de venir a traerle flores y veladoras. Y esto sería la razón por la cual ella se la pasaría llorando dentro de su tumba, día y noche, noche y día.
Enterrada bajo tres metros, la señora no dejaba de lamentarse por el hecho de no haberle puesto mejores clausulas a su testamento. De haberlo hecho, su tumba seguramente que estaría ahora limpia, y llena de flores. “Ay, mis hijos se han olvidado de mí”, lloraba doña Angustina, cuando escuchaba pasos sobre la tierra.
Para este entonces, todos los muertos que moraban a su alrededor ya sabían lo de su dolor. Sin poder hacer nada para que sus hijos viniesen a verla, hacían todo lo posible por nunca dejarla sola. En las noches, bajo las lámparas de los postes, varios de ellos acudían a su tumba para invitarla a salir a tomar el fresco.
Al siguiente día, doña Angustina despertaba feliz y contenta. “Ya no me hacen falta”, decía, refiriéndose a sus hijos. “Por mí hasta pueden morirse, que ya no me importan”, le dijo una vez a una de sus amigas difuntas. Pero en el fondo mentía. Ella solamente decía esto para tratar de ocultar su dolor…
Al pasar de los años, doña Angustina fue siendo testigo de cómo a otras personas les sucedía lo mismo que a ella. Los difuntos, tanto hombres como mujeres, al darse cuenta de sus abandonos se ponían a llorar como niños. “Ay mis hijos, ay mis hijas”, decían. “Ay mis nietos, sobrinos”, etcétera. “Ya se han olvidado de mi”.
Ella, que ya sabía lo que ellos sentían, siempre acudía a consolarlos. Los difuntitos recibían con gusto las palabras que ella les decía. “Al principio duele mucho, pero luego uno se va acostumbrando”. Frases como esta decía doña Angustina a los muertitos que se sentían solos.
El cementerio se ubicaba a las afueras del pueblo. En la entrada principal, a cada lado, había unos árboles que de día proporcionaban una sombra muy agradable para todo aquel que buscase escapar de los rayos abrasadores del sol.
A veces, los campesinos, al regresar de sus milpas, se detenían a descansar aquí. Los muertitos olvidados, para tratar de divertirse un poco, los asustaban.
Meciendo a toda fuerza los gajos de los árboles, producían un susto enorme a los pobres hombres del campo. Al verlos arrancar a correr a toda prisa, todos ellos se deshacían en risas y carcajadas. “Qué malos somos”, se decían entre todos. La alegría del momento les duraba lo que debía. Luego, nuevamente volvían a cobrar conciencia de sus abandonos. Los lamentos entonces volvían a surgir. “Ay, qué solo (a) me siento. Mi tumba luce sucia y sin vida…”
La vida es igual a la muerte. Pero la gente nunca ha podido darse cuenta de esto. Algunos o muchos ya están enterrados, mientras que otros, por el contrario, solamente han de nacer al momento de que sus cabezas sean puestas dentro de una caja, o que sus cuerpos sean colocados dentro de un horno, donde candelas intensas los han de consumir, dejándolos reducidos en puras cenizas.
De haber sospechado un poco todo esto, doña Angustina no habría sido tan buena con sus hijos; aquellos ingratos que, después de unos meses, dejarían de venir a visitar su tumba. En su testamento no había puesto ningún tipo de regla para que ellos pudiesen heredar lo que ella les dejaba. De manera irónica, doña Angustina se sentía ahora más viva que nunca…
Y un día, cuando ella se dio cuenta, ya habían pasado dieciséis años desde su muerte. Durante todo este tiempo, los demás muertitos parecían haber ya terminado por acostumbrarse a sus abandonos. Ninguno de ellos protestaba o lloraba ya por lo sucio de sus tumbas. Al parecer ya todos habían aprendido a vivir con esta situación de soledad.
Muertos hoy, y muertos mañana. Casi todos los días sucedía un nuevo entierro en este cementerio que -dividido en cuatro grandes cuadros- siempre había recibido a los cuerpos de los pobladores de este pequeño lugar llamado “Moon-as”. Durante el tiempo que el pueblo llevaba existiendo, pocas eran las personas que habían tenido un final distinto al entierro.
Doña Angustina, mientras vivía, jamás imaginó que sus hijos la enterrarían en uno de los cuadros más apartados del cementerio. Situado en el rincón derecho de este lugar, este cuadro albergaba a las personas más pobres del pueblo. Doña Angustina, quien nunca había sido pobre, se daba cuenta ahora de las vueltas que la vida da. “Ingratos”, decía la difunta. “Ahora puedo ver que lo único que les importaba era mi dinero”. “De haber sabido que me abandonarían, le habría dejado todo a Dockie”. Dockie era su perro. Pero ya no había vuelta de hoja. Muerta ella, ya nada había que se pudiese hacer.
“¡Ay mis hijos, ay de todos!”. Eran más o menos como las doce de la noche, cuando entonces doña Angustina, sentada sobre su tumba, empezó a escuchar estos lamentos. “¿Quién será el que se queja?”, se preguntó la difunta. Alzando el vuelo, se fue a investigar.
Minutos después, ella regresaba a su tumba. El no haber encontrado a nadie la había desconcertado un poco. “¿Habrá sido una imaginación mía?”, se preguntó doña Angustina. A esa hora, todos los demás espíritus dormían bajo sus tumbas. Ella era la única que esa noche se había mantenido despierta, ya que algunos recuerdos de su juventud no la dejaban conciliar el sueño.
“¡Ay mis hijos, ay de todos!” Habían pasado unos quinces minutos cuando doña Angustina de nueva cuenta empezó a escuchar los quejidos. Agudizando el oído, trató de encontrar de dónde provenía aquella voz. Pero el viento, que había empezado a soplar muy fuerte, lo llevaba en varias direcciones.
“¿Por qué te quejas tanto?”, preguntó doña Angustina cuando al fin encontró al espíritu. El hecho de que éste fuese hombre, no le extrañó. Aunque luego, viendo que pertenecía al cuadro donde la gente rica era enterrada, se preguntó cuál podría ser el motivo de sus lamentos.
“Me han matado por ser rico”, dijo el espíritu. “¡Unos bandidos me asaltaron! Y al negarme yo a darles mi dinero, ¡me dispararon! Ahora estoy muerto y ya no hay dinero que me pueda regresar a la vida para disfrutar un poco más a mi esposa y mis hijos”. “Ay, ay. ¡Qué pobre me siento!” Sentado junto a su lado, doña Angustina posó su mano sobre la espalda de este hombre miserable. “Llora, llora todo lo que quieras”, le dijo para tratar de tranquilizarlo. El espíritu se secó las lágrimas con un pedazo de papel higiénico.
A lo largo de todo este tiempo, doña Angustina había escuchado todo tipo de historias; unas más feas que otras. “Ah, los vivos”, se decía siempre, cuando recordaba -sobre todo- a sus hijos ingratos. “Si tan sólo pudiesen saber lo corta e insignificante que es la vida, quizás y sólo de esta manera cesarían en su afán por querer conseguir prestigio, fama, riqueza. Ah –suspiró-, ellos no saben que aquí es donde ¡todo termina!…” “La muerte no discrimina. Pobre o rico, guapa o no guapa…” “¡Pobres muertos vivos!”, exclamó la difunta, finalizando así con su meditación.
Después de pasado otro tiempo, doña Angustina terminó por olvidarse de sus hijos. Ahora ella dedicaba toda su atención a los nuevos muertitos, que nunca dejaban de faltar. Se había convertido en una especie de guía espiritual para todos aquellos que prontamente se descubrían abandonados por sus familiares y amigos. Ayudar a esos espíritus le hacía sentir muy bien.
Y un día sucedió en este cementerio algo que a todos los dejó muy tristes. Desde el instante de haber sido enterrado, el muertito empezó a lamentarse. Sus quejidos eran tan fuertes que todos los demás espíritus enseguida acudieron a su tumba para averiguar el por qué. Con los ojos completamente arrasados por las lágrimas, el hombre se puso a contarles que tenía una nieta que quería estudiar la universidad, pero a la cual sus padres no podían costearle los estudios. Y él, como buen abuelo que era, para tratar de hacer realidad el sueño de su joven nieta, se le ocurrió hacer un préstamo de dinero…
Los espíritus habían escuchado con mucha atención el relato. Después, cuando el viejo terminó de contar, todos sintieron mucha ira e indignación por lo que lo había traído hasta el cementerio. Parada frente al grupo de los espíritus olvidados, doña Angustina, como buen líder que era, se había puesto a pensar una manera para hacerle justicia a este hombre afligido.
Todos los espíritus la miraban, en espera de que abriese la boca para decir algo. Pero ella solamente permanecía impávida, con la mirada clavada en el suelo. Los minutos fueron transcurriendo de esta manera, a la expectativa de verla reaccionar. Pero doña Angustina seguía muy inmersa en sus cavilaciones.
“¡Lo tengo!”, anunció por fin. Al escucharla, todos los espíritus emitieron un suspiro de alivio. “Esto es lo que haremos”, empezó por explicar la difunta al grupo que ahora había formado un circulo a su alrededor. El hombre afligido, de tan dolido que estaba, se mantuvo ajeno. Sentado sobre su tumba, miró a la líder del grupo hablarles a todos los demás.
A la mañana siguiente, a eso de las diez, tres personas cruzaban la puerta de aquel lugar donde el abuelo de la joven estudiante había hecho su préstamo.
Afuera, en la parte alta del edificio, en un letrero muy grande iba pintado el nombre de este establecimiento: “Banco Tranzazteca”.
“Mis amigos y yo venimos a hacer un préstamo”, dijo doña Angustina, apenas y se sentó. “Nos han contado que aquí hacen prestamos muy buenos”. Cof, cof, tosió uno de sus compañeros. “Así es señora”, respondió con orgullo el empleado del banco. “¡Qué cínico!”, pensó doña Angustina. “Todavía tiene el descaro de creer que le hacen un favor a la gente en prestarles dinero que ni en cien años podrían terminar de pagar”. “Y ¿dónde firmo?”, preguntó, cuando el empleado le extendió el documento del préstamo solicitado por ella y sus compañeros. “¡Muy bien!”, exclamó doña Angustina al asentar el lapicero. “Ha sido usted muy amable”, mintió al empleado. “¿Amable? ¡Un comino!”, expresó después para sus adentros ella misma.
“Ja ja ja. JA JA JA”, se empezaron a carcajear los tres espíritus, apenas y estuvieron en la calle. “La sorpresa que se han de llevar cuando acudan a la dirección que les dimos para reclamar sus dineros”. “Estuviste magnifica, Angustina”, dijo Clarita, su compañera. “Debiste de haber sido actriz cuando vivías”, dijo Eduardo, un espíritu varón. Angustina, que había aprendido a ser prudente, para nada se mostró crecida ante las muestras de admiración de sus dos compañeros.
Faltaban pocos días para el “Día de Muertos”, así que no había tiempo que perder. Angustina ya le había contado a sus compañeros lo que tenía pensado hacer con los cien mil pesos que el Banco Tranzazteca le había “prestado”. “La mitad será para nosotros –dijo-, y la otra mitad se la llevaremos a la nieta de nuestro compañero afligido”. “¿Entendido?”, preguntó a sus compañeros. Los dos respondieron que sí.
Y fue así, de esta manera, como todos los cincuenta espíritus olvidados, al llegar el Día de Muertos tuvieron sus tumbas bien pintadas y relucientes. El anciano afligido, que se había suicidado porque el banco le había quitado su casa por falta de pago, al enterarse de que doña Angustina y sus compañeros le habían llevado a su nieta cincuenta mil pesos, finalmente cambió su cara triste por una alegre. Esta era la primera vez que sonreía, después de dos meses de haberse muerto. Sintiéndose más tranquilo, y sabiendo que doña Angustina ya les había dado sus merecidos a los del banco, supo que la hora para morar la muerte en completa paz le había llegado ya. Acercándose entonces hacia ella, ¡la abrazó! Al ver escena tan conmovedora, todos los espíritus empezaron a aplaudir.
¡Estaban muy felices!
Las cincuenta tumbas olvidadas, que durante años jamás tuvieron veladoras y flores al frente, ahora estaban repletas de ambas cosas. Era el año 2019, y todos los espíritus adultos sonreían como niños. En el pasado habían quedado los dolores causados por sus abandonos. Ahora todos ellos, con doña Angustina al frente, constituían una familia, una familia muerta; sí, pero MUY UNIDA Y FELIZ.
FIN.
Anthony Smart
Septiembre/24/2019