Luis Farías Mackey
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Lo primero fue apostar a una “Credencial para Votar” en lugar de construir ciudadanía. Y lo hicimos muy bien, presumimos la credencial por todo el mundo como logro democrático, mientras condenábamos a nuestros ciudadanos al engaño, compra y coacción del voto, y fortalecíamos un sistema de partidos oligopólico y corrupto. Fue fácil, sólo se necesitaba ir a votar cada tres años sin necesidad de ejercitar pensamiento crítico alguno. Mientras más ignorantes, acríticos y necesitados mejor. Además, era tal el hartazgo ciudadano que sólo se necesitó explotar sus fobias y rencores.
Luego descubrimos que era más fácil comprar la democracia que construirla, vivirla y administrarla, tan fácil como había resultado comprar partidos, santones y candidatos. Para qué ocuparse en formar ciudadanos y lidiar con militantes, si era un mercado de compradores. Hasta que el juego se perfeccionó en la compra de clientelas electoreras con los presupuestos de salud, educación, fondo de desastres, ciencia y tecnología, seguridad y deuda pública.
Ya para entonces habíamos complicado la legislación a tal grado que sólo los iniciados podían navegar los procelosos mares electoreros, poblados ya para entonces de bucaneros y sirenas.
Lo más fácil fue vender las ideas nice y modas transitológicas, hasta cundió la pandemia de las ideas Avant Garde: democracia sin adjetivos, ciudadanización, antipolítica, alternancia, transición, modernización, pacto, fraude; hasta llegar a la sublimación de la nada: transformación y, hoy, segundo piso. Entelequias a las que nos entregamos y adoramos mientras nuestro papel y carácter ciudadanos se volvían testimoniales e insignificantes.
México, sin embargo, seguía desigual, ignorante, mal pagado, hambriento, enfermo, incomunicado, injusto y corrupto; pero el Tratado de Libre Comercio nos colocó en el primer mundo, creó una aristocracia económica y el espejismo de escapar de nuestra realidad de costras de mugre y piojos, panzas infantiles infladas por lombrices, mujeres dando luz a las puertas de hospitales de aparador, violencia generalizada, venalidad, crimen organizado, demagogia y lumpenización política. México tenía ya una cara moderna y limpia tras la cual podíamos ocultar nuestras miserias e injusticias.
Hasta que la sinfonía nacional fue un crescendo maestroso de sangre y muerte, y ésta última se convirtió en un asunto administrativo, sección de noticiero y encuesta; olvidando a Camus cuando dijo que “si la muerte se torna abstracta, la vida también”.
El Estado, primero permisivo, luego omiso y finalmente abrazador terminó perdiendo franjas enteras de territorio, economía y población. Hoy hasta nuestra reputación mundial es deficitaria. No sólo no tenemos crédito financiero, sino de credibilidad, seriedad y confianza.
Y así perdimos también la deliberación. Y floreó en primavera política un monólogo cacofónico, onomatopéyico y ensordecedor, donde nadie busca razonar ni convencer, pero sí intimidar. Y surgieron los grandes sacerdotes del bulling emocional, la publicidad idiotizante y la nueva nobleza de histriones políticos.
Hoy reclaman a un Borbón por un Cortés, pero en la actual conquista, más sanguinaria que aquella, no existe búsqueda alguna de unidad, de armonía entre los diversos, de compasión, de comprensión. A diferencia de entonces, los otros de hoy son idénticos a nosotros, no habitan tierras extrañas, no hablan lenguas diferentes, no visten diverso, adoran los mismos dioses y abrazan los mismos pecados. Y el Humanismo mexicano, que así llaman, es a la par de impositivo, soberbio, violento, ciego, sanguinario, dogmático, totalitario, rijoso e idolatra. Aquéllos, los de Cortés, invocaron un madero hecho crucifijo, éstos una transformación, tan simbólica como invisible y asintomática. En este humanismo no hay hermanos, ni compatriotas, no hay personas de carne y hueso: hay triunfadores y proscritos derrotados moralmente; beneficiarios y becarios contra aspiracionistas explotadores; patriotas y traidores.
La deidad transformación y su tabla de mandamientos están por sobre la persona que, si ayer era sólo una credencial para votar, hoy es una tarjeta del bienestar y un padrón del electorerismo del bienestar, rebaño de zócalo. La persona ha sido relegada y humillada; sólo referida como entelequia de discurso. Palabras sin sentido ni entidad: mujer, pobres, jóvenes construyendo el futuro, personas mayores, becarios, bienestar, pueblo.
Esperando siempre soluciones mágicas, terminamos por abdicar de comprender al mundo. Nos abrazamos a espejismos y quimeras, cuanto más disparatados y temerarios mejor; nadie busca un método para entender la vida, para explicarse en ella, para ocupar una perspectiva del mundo, para soñar, al menos, futuro; para darle sentido al devenir. Hasta el pasado donde alguna vez abrevamos patria y paisanaje se ha llenado de filosas aristas, sombras y rabias, anatemas y ostracismos.
Hoy somos expertos en todo, Alexa guía nuestros pasos y las redes nuestro entender, pero somos incapaces de pensamiento y de juicio; impotentes de libertad, exiliados de nosotros mismos, viviendo día a día como fieles mascotas comiendo de la mano del amo amoroso y pérfido. Es tan desastrada nuestra circunstancia que pagamos porque nos mientan antes de aceptar nuestros andrajos.
México está escindido, exhausto y extraviado, fanatizado por signos mil, ciego de otredad, envenenado de odio, cargado de resentimientos, hambriento de comprensión y paz interior y compartida.
Iniciamos un nuevo gobierno y contra toda certeza un guiño de celosa expectativa ha renacido. Ya estoy muy viejo para creer en los milagros, pero no para entender que todo nuevo comienzo es oportunidad y riesgo. Ojalá y apostemos, todos, a ambos, que lo peor que nos puede suceder es, como tantas veces lo dijeron hasta el cansancio en aquellos años: “Más de los mismo”.