RELATO
Decidí ser sacerdote el día en el que me di cuenta que me gustaban los hombres. Para ese entonces yo tenía diecisiete años. Ahora, el próximo mes, cumpliré setenta. Puedo decir que he vivido lo que tenía que vivir, y no me arrepiento para nada de todo lo que he hecho, y de la decisión que un día tomé: entregarme a Dios en “cuerpo y alma”.
Provengo de una familia de clase mediera. Mi padre era médico, y mi madre enfermera. Así que puedo decir que nunca me faltó comida ni vestido, y tampoco techo. En cierta forma, creo que me tocó ser muy afortunado.
Y de no ser por aquello de mis preferencias sexuales, creo que mi vida habría sido “perfecta”. Pero, por aquella época, ser homosexual era algo peor que suicidarse. Así que, después de pasármelo días buscando una manera para escapar por otra “puerta falsa”, finalmente vine a encontrar que la mejor manera para hacerlo era dedicarme al sacerdocio.
Lo reitero: he sido muy afortunado. Mi vida sexual ha sido más plena de la que nunca nadie ha de poder imaginar jamás. Pero a decir verdad, yo solamente la empecé a vivir así cuando cumplí los cuarenta.
¡Nunca me atrajeron los niños!, que esto quede claro. Más sin embargo, a lo largo de toda mi vida sacerdotal no pocas veces me tocó conocer a otros colegas, a quienes lo único que los excitaba eran precisamente los niños y sus cuerpecitos frágiles. Y hacia ellos dirigían toda su atención. Más sobre todo esto, ahora, no me explayaré. Que Diosito los perdone por todas las cosas malas que han hecho.
Volviendo a lo mío. Recuerdo que mi encuentro sexual sucedió al año de haberme ordenado como sacerdote. Nada de importancia, he de decir. Tan solo un poquito de erotismo, que desde luego había incluido sus besos y caricias, con un joven ayudante de monaguillo.
Confieso que esa vez -se puede decir que mi primer acercamiento homosexual- me había producido mucho miedo, y también algo de nervios. Recuerdo que el corazón me palpitaba más rápido de lo normal…, y la frente me sudaba, pero no por el calor del momento (je je), sino por el mismo hecho de saber que en esos instantes, yo, estaba cometiendo un pecado mortal. (Jesús, José y María). Pero, ¡gracias a Dios todo eso no pasó a más!
Y no es que no lo haya querido, pero -¡por Cristo!-; él ¡apenas y era un jovencito! Aparte, yo, al carecer todavía de experiencia, no sabía cómo conducirme. Puedo recordar, como si haya sucedido ayer, la manera en que reaccioné. Rápidamente me había hecho para atrás, como si de haber visto al diablo se hubiese tratado. La voz de una señora preguntando por “el padre” fue lo que había dado por terminado nuestro…, ya saben a lo que me refiero. Nunca se me ocurrió preguntarle al muchachito si a él también le gustaba lo que habíamos empezado…
Desde ese día, me juré y me juré que nunca más me volvería a dejar llevar por mi debilidad. Me prometí a mí mismo que de ahora en adelante yo solamente enfocaría “mi atención” hacia personas que más o menos oscilasen la misma edad que yo. Y así lo hice.
Debo, tal vez, confesar que la vida del sacerdocio es la cosa más fácil que pueda haber. Aquí entre nos; confieso que siempre disfruté a mis anchas la buena vida que mi posición me brindaba. Comida, vestido y techo seguros. Ah, ¡qué hipócrita más grande he sido! Pero la verdad es que no me arrepiento, y tampoco tengo remordimientos de conciencia.
Todo aquello lo disfruté, ¡sin jamás haberme detenido a pensar en aquella doctrina de Cristo que tanto promulgaba llevar una vida apartada de los lujos, y cualquier cosa que se pareciese a la riqueza. Yo qué puedo saber, si ya hasta se me ha empezado a olvidar todo lo que un día estudié, todos esos tomos gruesos sobre teología, que hablan de Dios y de no sé qué otras cosas que ahora ya no puedo recordar…
La mejor época de mi vida -puedo decirlo- empezó a suceder como a los treinta y cinco años. Fue por esos tiempos que mi sexualidad se había despertado a lo máximo. Todo había empezado con uno…, para después culminar con varios a la misma vez. En la jerga sexual se le denomina a esto “orgías”. Y cómo las había disfrutado.
Las noches parecían cortas, siempre que me tocaba actuar. Al llegar la luz del nuevo día, mis colegas y yo seguíamos estando borrachos y tirados sobre el piso. Ah, ¡qué noches aquellas! Todo era sexo, placer y LUJURIA al máximo…, y algunas veces hasta drogas. Bueno, yo nunca fui adepto del uso de ellas. Nadie nos miraba…, excepto que la figura de un Cristo clavada en lo alto de aquel cuarto grande que exquisitamente adornado y amueblado estaba.
Ya han pasado los años y yo ya me he retirado. El médico me ha dado su diagnóstico, me ha dicho que dentro de unos meses empezaré a perder la memoria. Tengo alzhéimer. Y esto, la verdad, me tiene muy asustado. Hace ya más de cinco años que no soy sacerdote. Es por esto que quería, por lo menos, contar un poco de mi vida en este mundo. Y me gustaría pedirles que, cuando vean a un sacerdote, ¡no les crean todo lo que digan! Yo, la verdad, no lo entiendo. Pero, de todas maneras, si hay algo de lo que sí estoy agradecido es que, gracias a la iglesia logré saciar todos mis deseos.
Ahora vivo retirado en un lugar donde nadie me conoce, en espera de que Dios venga para ajusticiarme. Nunca hice daño a nadie… sino que solamente hice lo que Cristo un día predicó: “Que los hombres se amen los unos a los otros”.
Todas las noches, al acostarme y permanecer despierto sobre mi cama dura, enseguida empiezo a pensar en lo mismo…, y entonces es cuando vuelvo a preguntarme lo mismo: “¿Acaso Cristo alguna vez hizo lo mismo que yo?” “Amar a los hombres”, había dicho. Y yo, más que nadie, obedecí su mandato al pie de la letra. ¿O no es así?
FIN.
Anthony Smart
Agosto/14/2018