Luis Farías Mackey
Borges escribió “Ficciones”, siete piezas sobre libros imaginarios. Y una antología de sus obras por Rodríguez Monegal se llama “Ficcionario”. Vargas Llosa, por su lado, escribe “La verdad de las mentiras”, donde dice: “En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer otra cosa— pero ésa es sólo parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una verdad, que sólo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que no es”.
Explica Vargas Losa, “los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones (…) en el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un deseo insatisfecho”, porque no se escriben ficciones, “para contar una vida para transformarla, añadiéndole algo”.
Pero las ficciones se escriben para ser leídas, no para ser vividas, porque están hechas de palabras, nada más.
Esta es la historia de una ficción colectiva narrada en una conversación con Diego Valadés.
Si partimos de la hipótesis de Vargas Llosa, tendríamos que encontrar el origen de nuestra ficción en un gobernante descontento de su suerte y fario, urgido de un gobierno distinto o, al menos, de una narrativa distinta.
El problema, sin embargo, llega cuando la narrativa se quiere encarnar y no contar.
Esta es la historia.
Todo parte de una confusión primigenia —un tanto épica, un cuanto delirante—: la de que el posible sancionado se proponga serlo. Así empezó todo, narra desde su biblioteca Diego Valadés, en una conversación a distancia sobre la revocación de mandato.
Fue el presidente, recuerda, quien propuso al Congreso ser revocado al tercer año de su gobierno, en empate con las elecciones intermedias, por medio de una convocatoria auspiciada y promovida por él mismo.
El Senado le aclaró que la revocación es un derecho ciudadano excepcional para retirar un mandato, remover de él a alguien, o destituir de un nombramiento. En otras palabras, para castigar con la drástica medida de la conclusión anticipada de un mandato previamente otorgado.
Finalmente se logró cambiar que fuesen los ciudadanos, como corresponde a esta figura, quienes plantearan la posible revocación, por una sola ocasión durante los tres meses posteriores a la conclusión del tercer año del periodo constitucional. Derivando a una ley secundaría su reglamentación.
Pero la Ley Federal de Revocación de Mandato solo vino a ahondar la confusión original, toda vez que dispone que el procedimiento ciudadano es para “determinar la conclusión anticipada en el desempeño del cargo de la persona del titular de la Presidencia de la República, a partir de la pérdida de confianza”.
La confusión reside, sostiene el connotado jurista, en que el presidente no es un funcionario de “confianza”. Lo es quien depende de un órgano o persona que designa a alguien para desempeñar, bajo su confianza y mando, un cargo. Por ejemplo, en un régimen parlamentario, el Jefe de Gobierno sí es un funcionario de confianza del Parlamento que lo nombra y, por ende, puede destituirlo cuando le pierde la confianza originalmente otorgada. Pero un jefe de Estado —como lo es el presidente en México, además de jefe de gobierno—no es nombrado; es electo, es mandatado; se le impone un mandato. Y si bien su origen es democrático, en el ejercicio de sus atribuciones no depende orgánicamente de nadie.
Luego entonces, dice el también exministro de la Corte, en nuestro caso se le revoca el mandato, no la confianza.
La reforma, como se puede observar, acota el por igual investigador universitario, muestra el desdén de nuestros legisladores para con el derecho y nuestro régimen de gobierno.
La revocación del mandato presidencial, que aparece en el artículo 35 constitucional, no tiene relación con el principio de soberanía que figura en el artículo 39. En este último caso se hace referencia a que el pueblo puede alterar o modificar en todo tiempo su forma de gobierno. La remoción de un presidente no significa que se cambie la forma de gobierno, por lo que se trata de dos cuestiones diferentes.
Pues bien, todo este entramado se confunde con la revocación de mandato y una relación laboral o política de subordinación. Al presidente no se le contrata, se le elige y por un tiempo determinado. De acuerdo con lo que dispone la constitución, se le puede remover, pero esto no equivale a la figura parlamentaria de la pérdida de confianza porque, a diferencia de los jefes de gobierno en un sistema parlamentario, el presidente es un magistrado electo. En los sistemas parlamentarios los primeros ministros son investidos cuando cuentan con la confianza de la mayoría del propio parlamento y cuando se les pierde esa confianza son objeto de una moción de censura.
Así, mientras los artículos 39 constitucional habla de cambio de forma de gobierno y 135 de reformas a la Constitución, el 35 habla de revocar mandato.
Regresemos a nuestra historia. El legislador substituye confianza por mandato y pérdida por revocación. Perder es “dejar de tener”, revocar es “retirar, dejar sin efecto”, en la especie, retraer el mandato otorgado. El detalle no es menor, el presidente es electo, no nombrado, y lo es por acto soberano y democrático, no por confianza. Luego entonces, la revocación es un castigo severo impuesto por una falta, no es algo que se perdió o gastó. Es una consecuencia, no una pérdida o falta de. Tampoco se puede aplicar un dispositivo para cambiar la forma de gobierno como fundamento para revocar un mandato.
Bien, acota Valadés, estamos ante un castigo, y, además, excepcional. La revocación a nivel nacional solo la hay en México, Cuba, Bolivia, Ecuador y Venezuela. Generalmente las revocaciones son a nivel subnacional, para gobernadores, alcaldes, diputados o senadores. Así lo es en Suiza, Alemania, Estados Unidos, Argentina, Canadá, Colombia, Filipinas, India y Perú. Donde más se ha practicado es en Suiza y Estados Unidos, pero en este último, siendo muchos los procesos contra gobernadores, por ejemplo, entre 1921 y 2022, solo han procedido 2 remociones, en Dakota del Norte y California, respectivamente.
Ahora bien, se puede revocar, ¿y luego? ¿Se trata única y exclusivamente de revocar por revocar? ¿Revocar sin corregir, asegurar o aliviar? ¿Revocar como vía a un problema aún mayor?
Originalmente en los regímenes parlamentarios la moción de censura procedía sin definir, simultáneamente, quién substituiría al sujeto a la censura, creando un vacío, cuando no ingobernabilidad. Por ello en 1949 Alemania legisló que toda moción de censura debería ir acompasada de la designación del substituto. Medida hoy vigente prácticamente generalizada. Se le conoce como moción de censura constructiva: censura y, a la vez, constituye.
Cercano, recuerda el constitucionalista, tenemos el caso de Pedro Sánchez en España, designado al momento de proceder la moción de censura en contra de Mariano Rajoy en 2018.
Más, ¿qué tenemos en México? Una revocación sin substitución: revocación no constructiva. Podemos quitar, pero no poner. No hay propiamente elección entre a quién quitas y con quién substituyes. Estamos ante una decisión truncada y de máxima peligrosidad al no saber y menos tener control de qué y quién sigue.
¿Qué sucede entonces? De proceder la revocación del presidente entra de interino quien preside el Congreso de la Unión. Hoy es un señor Gutiérrez Luna que solo unos cuantos en México lo conocen, lo que más se sabe de él es que es de Morena y que denunció penalmente a dos consejeros electorales por el ejercicio de sus atribuciones. Pues bien, de proceder la revocación, Gutiérrez Luna fungirá como interino hasta por 60 días, mientras el Congreso General —diputados y senadores— designan por mayoría absoluta al presidente substituto, quien culminará el sexenio.
Si son 500 diputados y 128 senadores —628 en total— la mayoría absoluta sería la mitad (314) más uno (315). ¿Y cuántos diputados y senadores suman hoy Morena y sus aliados? 332. Luego entonces, en los hechos, hoy y aquí, podríamos remover al presidente, pero la designación de su substituto está en manos del partido en el gobierno. Concretamente, en el removido.
Y es así, puntualiza Valadés, que la confusión se hace ficción: un candidato único —no hay forma que alguien le gane—, en una contienda inventada, legislada, convocada y promovida por el mismo candidato, a través de su partido, gobernadores, legisladores, alcaldes y ejércitos del bienestar; donde, si pierde, quien lo substituye lo nombra el propio defenestrado, ¡vaya castigo!
No, no estamos ante una revocación de mandato sino ante su ficción, concluye.
Una ficción adulcurada con otra donde solo un tercio de las casillas se instalan para dificultar el voto a los más y facilitárselo a la movilización clientelar de unas políticas públicas asistenciales.
Si, como todo augura, logra una votación muy por abajo de sus 30 millones de votos del 2018, alegará culpas del INE y reducción de casillas, pero, a su favor, exaltará el alto porcentaje, así sea éste de un sufragio testimonial.
Y aquí la otra gran ficción: si en las encuestas hoy anda en un 60%, con la revocación podría alcanzar un 90%, por ejemplo, lo que sería una ficción.
Y ya hablando de ficciones, tocamos en nuestra conversación la de la llamada Corte de Justicia y su fallo sobre la constitucionalidad de “las preguntas” de la revocación.
Su contestación nos dejó helados.
Olvídate de la pregunta y de los argumentos relevantes para la resolución de la Corte, lo verdaderamente alarmante —sostiene Diego Valadés— es que en México el control de constitucionalidad lo determina una minoría de cuatro ministros, no la mayoría del pleno. Con 4 votos de 11 se definen los juicios de constitucionalidad en la Corte.
Queda claro un error de diseño de los procedimientos de control constitucional, que nos habla de la escasa confianza que tenemos en los procesos institucionales, de suerte que quedan sujetos a un sistema de vetos, no de razonamientos.
En cuerpos colegiados de representación política, la mayoría calificada es una garantía para las representaciones minoritarias, que no son siempre de partido, las hay de región, sexo, opinión, lengua, grupo étnico, etc. De no haber esta garantía de una mayoría calificada para reformar la constitución, por ejemplo, la reforma eléctrica habría sido aprobada hace mucho.
Pero en un órgano técnico, al que se llega tras muchos filtros y no por elección popular, sino por un proceso de selección de capacidades y méritos, debe prevalecer la mayoría, como sucede en la mayor parte de los tribunales del mundo.
En este tema y en el proceso de designación de ministros hay errores de diseño constitucional que urge revisar, concluye Valadés.
Una última pregunta, le importunamos ya a punto de cerrar la conexión: ¿vas a participar en la revocación?
Analizo confusiones y leo ficciones, no las vivo, contesta.