Por: José Murat
Lejos, muy lejos de un proceso firme y cierto de pacificación en el mundo, luego de los acercamientos y las declaraciones triunfalistas de líderes en torno al conflicto Rusia-Ucrania, la espiral de violencia no cesa, sino escala, ahora con la embestida renovada de Israel, o más propiamente de Benjamín Netanyahu y la extrema derecha de ese país, en contra de la población civil de la franja de Gaza, en el Medio Oriente.
En primer lugar, no hay visos de una solución inmediata al conflicto en lo que fuera el espacio inmenso de la Unión Soviética, Rusia y una de las repúblicas más representativa del imperio socialista, Ucrania. No sólo no han cesado los ataques recíprocos, sino que persiste la insistencia del presidente ucraniano Volodímir Zelenski en incorporar a su país a la OTAN, adversario histórico de Rusia, y su oposición tenaz a revisar el destino de las áreas en controversia, en donde predomina la población de origen ruso.
El propio Henry Kissinger, líder y asesor de la diplomacia de Estados Unidos durante varias administraciones y experto en geopolítica mundial, señaló enfáticamente, en más de una ocasión, el despropósito monumental del novel presidente ucraniano de iniciar negociaciones para llevar los cañones del bloque occidental prácticamente a las puertas del Kremlin.
Para Kissinger sólo un advenedizo de la política internacional podía plantear una ruptura tan drástica de los equilibrios heredados de la posguerra, a tal grado que un ex miembro destacado de la Unión Soviética ahora no sólo se desprendiera del cuerpo político de origen, sino que pretendiera ser la punta de lanza, militar y política, del bloque capitalista mirando al oriente.
Lo cierto es que esa ignorancia elemental de la geopolítica europea, y en general de la geopolítica mundial, de parte de un gobernante sin antecedente alguno de servicio público, sin oficio político, ha costado más de un millón de muertos y heridos en ambos contendientes, pero comenzando por las de su propio pueblo.
Pero lo más grave está ocurriendo ahora en la sufrida franja de Gaza, en donde el gobierno conservador de Netanyahu ha declarado ya, la semana pasada, a la principal ciudad de ese territorio, con ese mismo nombre de Gaza, como “campo peligroso de batalla”, lo cual significa que se intensificarán los ataques, en lugar de cesar la violencia criminal en esa región del mundo.
Violencia criminal porque ya no se trata de combates contra otra fuerza beligerante, como en cualquier guerra convencional, sino del exterminio de una población civil inerme, en casas, centros de trabajo, escuelas y hospitales, acciones lesivas a los derechos humanos que hacen recordar a las atrocidades que sufrió el propio pueblo judío en el inefable holocausto.
Son ataques francos a la población civil sin ninguna razón válida y legítima que, para muchos observadores, es difícil no ver a Netanyahu como un émulo de Adolfo Hitler, o cuando menos como a uno de sus alumnos más destacados. Nada que ver con la altura de miras, la visión de estadista que tuvieron otros líderes de Israel, como Simón Pérez y Menachem Begin.
Como registra la historia, el 26 de marzo de 1979 el entonces primer ministro Menajem Beguin y el presidente egipcio Anwar el Sadat firmaron el tratado de paz entre Israel y Egipto en lo que fue el primero de su tipo entre Israel y uno de sus vecinos árabes, acuerdo firmado en la Casa Blanca, con el presidente norteamericano Jimmy Carter como testigo de honor.
Sadat y Beguin recibieron el Premio Nobel de la Paz de 1979 por sus esfuerzos para lograr la paz entre las dos naciones, y sentar las bases para la paz en todo el Medio Oriente, luego de décadas de enfrentamientos.
Ese esfuerzo debió continuarse para firmar la paz entre Israel con el pueblo palestino, bajo la premisa del derecho de judíos y palestinos a tener su propio hogar, en una fórmula que conjugara e hiciera efectivo un escenario de dos pueblos, dos Estados, dos soberanías.
La Organización para la Liberación de Palestina aceptó el concepto de una solución de dos Estados desde la Cumbre Árabe de 1982, sobre la base de un Estado palestino independiente con sede en Cisjordania, Gaza y Jerusalén Oriental, un concepto que también habían aceptado los líderes sensibles de Israel de aquella época.
Nada de aquella visión conciliadora y de altura está vigente ahora. La única “solución” que parecieran contemplar ahora los nuevos gobernantes de la derecha en aquella parte del mundo es muy semejante a la “solución final” del holocausto judío: el aniquilamiento de la contraparte.
Esperamos que la sensatez y la fraternidad priven y que la comunidad internacional, en una onda expansiva de comités nacionales por la paz, promueva la concordia en todos los frentes de guerra, Medio Oriente, Europa y en todos los puntos con violencia incubando, una paz sustentada en la dignidad de todas las partes, su derecho a existir, su derecho a auto determinarse, su derecho a un hogar y a una patria libre y soberana.