Por Aurelio Contreras Moreno
Ordinariamente, durante las campañas políticas en México –y con especial énfasis en el estado de Veracruz- sale a relucir mucho de lo peor de la naturaleza humana. No solamente entre la clase política, valga reconocer. En el medio periodístico se suelen mostrar las más execrables conductas por parte de individuos de la peor calaña. Vividores de un sistema de complicidades caduco e indigno.
Son estafadores que se presentan con ínfulas de ministro, aunque a duras penas pueden escribir correctamente su nombre. Pedirles que redacten un enunciado con mediana coherencia puede ser un acto de brutal rudeza ante su precariedad, o mejor dicho, miseria profesional.
Pero ni falta que les hace. Lo suyo no es informar a la sociedad. La idea de que el periodismo es ante todo un servicio público que implica una responsabilidad ante los lectores y las audiencias, les causa risa. Ellos -y ellas también- acuden a la cobertura de las actividades de los candidatos a buscar prebendas, sobornos y “cochupos”, lo cual, además, consideran su “derecho”.
Los hay quienes se conforman con míseros 200 pesos y se dan por bien servidos. Ya salió lo del día. Otros, creyéndose sus propias balandronadas, exigen trato de potentados mediáticos, aunque sus “medios” no los conozcan ni en su cuadra, y piden extravagantes cantidades de dinero a manera de “convenio” para hablar bien de tal o cual político.
Pero cuidado y no se cumpla con sus exigencias. Manotean, escupen injurias, amenazan con “despedazar” al político que no cedió a sus caprichosas “tarifas”. Y lo cumplen. Utilizan sus espacios para difamar, insultar, calumniar. Incluso, sin importarles que antes, esos mismos a los que ahora atacan les hayan llenado las alforjas –como salteadores, como forajidos- de dinero.
Otros más, se alquilan al mejor postor. Se incorporan sigilosamente a una campaña y sirven como arietes para desacreditar al oponente desde sus espacios en los medios, cuando en realidad sólo hacen propaganda en favor de uno u otro bando. Pero se siguen llamando a sí mismos y presentándose públicamente como “periodistas”.
Pero únicamente son maleantes que, con la careta de periodistas, enlodan esta profesión, que provocan que a todos se les –nos- encasille en la misma etiqueta y estereotipo de la corrupción, y que por ese motivo hasta se justifiquen y se alienten las agresiones contra quien ejerce la labor de informar, documentar, orientar y dar voz a la sociedad.
El coro de extorsionadores chilla al unísono como ratas en cañería por recibir más dinero antes de que terminen las campañas, pues es lo único que saben hacer. Lo único que han conocido en toda su lastimera vida.
Quizás no sea únicamente culpa suya, sino de quienes desde la política han prohijado las peores prácticas en su relación con los medios. Ahí están las consecuencias de años de mantener pasquines de quinta, en los que hasta el pudor se perdió. Ahora el “chayote” se exige en abierto, sin medias tintas. Sin la más mínima vergüenza. Con el cinismo que da la cotidianidad de la decadencia personal y profesional.
Y a veces, gracias a estos impostores, el asco es más fuerte que la vocación y el deber.
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