Ignacio Trejo Fuentes (in memoriam)
Hace tiempo conté la impresión que me causó ver uno de los auditorios de la Universidad de Colorado, en Boulder (preciosa ciudad al pie de las Montañas Rocallosas, en ese entonces a punto de vestirse de blanco, por eso de la nieve), atiborrado de gente que quería escuchar a Salman Rushdie: pensé que jamás vería algo parecido.
No obstante, al día siguiente vi que Elena Poniatowska llenó otro auditorio, y luego, en la conferencia magistral que cerraba el encuentro internacional de novela, Carlos Fuentes rompió el récord de entrada. Yo no lo creía.
Y hace menos tiempo, conté que en El Colegio Nacional, donde Fuentes debÍa decir una conferencia, no me dejaron entrar debido al sobrecupo: fueron inútiles mis credenciales de profesor universitario; de periodista, de amigo de Carlos…
Y claro, supuse que la apoteosis se debÍa a la inminente obtención del Premio Nóbel de nuestro paisano; supuse, también, que no volvería a toparme con multitud parecida.
Qué bueno que me equivoqué.
Hace días, René Avilés Fabila presentó su libro Todo el amor en la Casa Lamm, de la colonia Roma, y como muchos asistí sin prisas convencido de que hallaría una silla para escuchar las opiniones de Luis Herrera de la Fuente, Hugo Argüelles, Jairo, Sebastián, Ortiz Quesada y el propio René. Como muchos, me di con las puertas en las narices: era imposible entrar al auditorio, de modo que -como muchos, dos o tres centenares me conformé con esperar a que el acto terminara para saludar al escritor.
Eso era una auténtica muchedumbre.
Platiqué con reporteros, escritores, fotógrafos, pintores, músicos, y con ellos coincidí en la admiración, que nos causó el poder de convocatoria de nuestro admirado René. Entre otras cosas recordé lo que platiqué en estas páginas a propósito del homenaje que el INBA organizó a Jaime Sabines: debieron haber dispuesto gigantescas pantallas de televisión en las afueras de la Casa, para que el peladaje pudiera escuchar lo dicho en el recinto donde se celebraba el acontecimiento.
Sé que esto suena laudatorio. Lo es. Pero no es la primera ocasión que escribo a propósito de René, porque, entre otras cosas, fue mi profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM: dirigió mi tesis en torno a la crítica literaria, que está dedicada a él. (Por cierto, fue una de las mejores épocas de esa Facultad: los estudiantes contábamos con maestros del nivel de Manuel Buendía, Gustavo Sáinz, Froylán M. López Narváez, Hugo Gutiérrez Vega, Alberto Dallal, Carlos Monsiváis, Julio Scherer, y la pléyade de sabios que llegó a México de Latinoamérica a causa de los líos políticos en sus países: Chile, Argentina, Uruguay, Bolivia… Si nosotros no aprendimos fue nuestra culpa. Y eso consta a Ángeles Mastretta, a Gustavo García, a David Martín del Campo, a Arturo Trejo Villafuerte, a José Buil, a Víctor M. Navarro, a Raúl Trejo Delarbre, a Rafael Vargas, etcétera, etcétera.)
Y René, decía yo, era uno de nuestros profesores favorito, porque además de las cosas que sabía -que sabe-, las exponía con una claridad y aderezadas con su invaluable sentido del humor: no en balde humor y amor son términos que se parecen: quien enseña con humor consigue casi siempre amor.
Y eso fue lo que René nos hizo aprender: el amor por lo que se hace. Nos enseñó a leer con amor, a escribir con amor, a trabajar con amor. No tengo duda alguna de que sus actuales alumnos compartan conmigo lo que estoy diciendo. Además, René fue señalado por las alumnas de varias generaciones el profesor más guapo de la Universidad (pero no te preocupes, Rosario: siempre se comportó muy bien y celebró su matrimonio contigo Sin la menor provocación). Y eso, por supuesto, nos llenaba de envidia.
Así que cómo no leer los libros de René, de qué manera no celebrar Hacía el fin del mundo, La lluvia no mata las flores, Los juegos, Tantadel, El gran solitario de Palacio, El arca de Noé y tantos otros libros que lo aseguran como uno de los narradores más solventes de la literatura mexicana.
¿Para qué hablar del René Avilés Fabila periodista? Quienes ahora mismo están leyendo El Búho saben perfectamente de sus cualidades.
Y, para volver al principio, nos emocionó hasta las lágrimas constatar que René tenga tantos amigos y admiradores: no importa que por lo mismo no nos haya sido posible entrar al auditorio donde se presentaba su libro de cuentos. No he hablado de esa obra porque mis, queridos amigos Toño Mendoza y Bernardo Ruiz, sus editores, no llevaron los ejemplares suficientes para que los lectores y críticos nos hiciéramos de alguno. Pero ya llegará la oportunidad de referirnos a los cuentos del gran René.
Mientras tanto, repito lo atrás dicho: admiro a René y no tengo ningún empacho al admitirlo, aún a sabiendas de que los verdaderamente envidiosos estarán muriéndose de eso, de la envidia.
* Publicado el Domingo 16 de Junio de 1996 en el periódico Excelsior.