Gregorio Ortega Molina
Imposible que los temores, miedos, terrores y pavores sean universales y eternos. Pertenecen al ser humano y su circunstancia. Se modifican, en su percepción y efectos, de acuerdo a la época y el lugar.
El miedo bíblico es específico para el momento en que el cristianismo se desprende del judaísmo. Hubo que exponer la consecuencia de las faltas. Era una, y grave, expresada con absoluta claridad: “Allí será el llanto y el crujir de dientes, cuando viereis a Abraham, y a Isaac, y a Jacob, y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros excluidos”. El temor a dejar de pertenecer al grupo.
Es, quizá, una herencia del platonismo y el socratismo, pues de otra manera no puede entenderse ese miedo al destierro, que es la exclusión civil. Se deja de pertenecer a la sociedad, a la patria, a la nación. El desterrado pierde identidad, deja de lado el sentido de pertenencia. Es olvidado.
Las instituciones modernas y la sociedad modificaron e hicieron más sofisticado el castigo. En unas te excomulgan, en otras te expulsan (del partido, del directorio, del club) y, en el más abierto de los ámbitos, que es el social, escarnecen públicamente, a través de los medios y las redes sociales, al que desean expeler de su entorno, de su seno. Lo transforman en aborto, flato, mal olor, excremento. El insulto resulta absolutamente claro: eres una mierda.
El ser humano en general, pero los políticos, los artistas y los mirreyes en particular, huyen empavorecidos de ese maltrato que los señala y convierte en inaceptables. Dejan de ser admitidos al santo de los santos, sin importar fortuna u origen. El mito de Drácula, surgido de la imagen de Vlad Tepes, indica que si dejaste de ser bienvenido, lo único que te queda es deambular de noche. Devienes noctívago.
El miedo a la muerte está determinado por la circunstancia, pero salvo esos casos en que fallecer implica dolores físicos indescriptibles, morir puede ser liberación, o castigo. Es cuestión de fe y esperanza, como veremos.
Por lo pronto, deseo dejar anotado que Michel de Montaigne sostiene no tener miedo a la muerte, porque en su condición y circunstancia era harto difícil que fuese sometido a tortura. Afirma, en ese ensayo en el que reflexiona sobre sus temores, que el que verdaderamente lo atormenta e inquieta es el de la indigencia.
Montaigne necesitaba haber nacido en los siglos XX o XXI para modificar su percepción del miedo, porque andarse escondiendo de los generales argentinos, ser encerrado en la Escuela de Mecánica de la Armada, ser torturado por los esbirros o despojado de los hijos, en un inútil intento de reingeniería social, debió ser un terrible pavor más cercano al que despertó el Gulag, el Holocausto o el Apartheid, que los que inspiraban los males mayores del Renacimiento, a menos de que llegaran con la peste y la muerte segura.
Coincidente con la desdicha de la indigencia aparece la figura de ese miedo que los griegos debieron sentir, cuando se percataron que no tenían en sus haberes las dos necesarias monedas para Caronte. Atravesar Estigia tiene peaje y requiere de estilo. Hoy ese lago fue suplantado por las agencias funerarias, y cuesta algo más que dos monedas. El problema dejó de ser para el muerto, pero los deudos se truenan los dedos para enterrarlo con cierto decoro, ya no digamos con dignidad.
La Virgen de los sicarios, Stalin y sus verdugos, Si es un hombre o El fin del <<Homo sovieticus>> son creaciones y recreaciones literarias e históricas que nos colocan frente a los miedos contemporáneos, hoy tan presentes con los desaparecidos, la trata, la violencia que semeja ser eterna y ni siquiera da tiempo para el rechinar de dientes, porque cuando la víctima percibe lo que le viene encima, el pavor la dejó muda y la impavidez le obnubiló la razón, la inteligencia que la distinguía y por la cual decidieron torturarla, ejecutarla, no sin antes ser testigo de cómo destruyeron a sus seres queridos.
En cierto sentido comparto la opinión de Montaigne: caer en la indigencia después de vivir en el bienestar trae consecuencias terribles. Unas para con la Fe, otras para ese trámite en que se convierte el día a día, el irla tirando, por lo que los ignorantes, los débiles, los perdidos en el ensueño de la riqueza inmediata y fácil, ceden a sus temores y se convierten en halcones, sicarios, mulas, celosos guardianes de las casas de seguridad de los delincuentes, en torturadores o policías que extorsionan y se parecen tanto a los que tienen obligación de perseguir.
De esta manera inicia mi verdadero miedo, llega con la luz de la inteligencia y la comprensión de lo que el género humanos es capaz de hacerse a él mismo; caigo en la cuenta de que sin esos indigentes que tan útiles son para los políticos y los delincuentes, la élite carecería de los recursos necesarios para sostenerse en la cúspide, lejos de una realidad que los ofende y se niegan a conocer o reconocer, porque creen ser lo suficientemente sensibles, que al saberlo harían un esfuerzo por cambiar lo que es injusto.
Comprender que el mundo permanecerá, en lo humano, lo social, lo político y lo económico sin cambios drásticos para equilibrar la balanza, asusta de verdad.
Lo que parecía miedo a la indigencia, se transforma en desolación y pavor al comprenderse la dimensión del problema: la injusticia como modelo civilizatorio. Sólo revisen la HISTORIA.
El problema tiene absoluta transparencia en el aspecto de la salud. Tenerla y conservarla se convierte en un asunto de riqueza. Vivirá y morirá con cierta dignidad, el que posea los dineros suficientes para hacerse atender con células madre y creación de órganos sobre pedido. No aceptarlo es insensatez.
Pero el verdadero, profundo y transmisible miedo anida en la razón. Es ético, es moral, es conceptual, va más allá de la resistencia física a la tortura, o del temor a que un sicario te baje del coche, te obligue a hincarte y, sin decir agua va, te sorraje 12 balazos en la cabeza, o donde caigan, porque el primero y el segundo te matan, los demás son disparados como advertencia a otros periodistas.
Sí, el verdadero, auténtico miedo llega con la luz de saberte hipócrita, porque te conduces como el primer filántropo de la cuadra, del barrio, de la ciudad, del país o del mundo, y en realidad eres un sepulcro blanqueado, pues tu fortuna proviene de delitos que ves como simples negocios, sancionados por la sociedad que te cobija y provee de esa buena fama para ocultarte, a ti mismo, que en realidad sólo eres otro señor Hyde que se consuela en la auto conmiseración: “Pero si soy el mayor de los pecadores, también soy el mayor de los penitentes”.
La luz cegadora de saber que actúas mal pero te empeñas en disfrazar ese comportamiento con golpes de pecho, cumpliendo cabalmente con los ritos de la Fe, o de la sociedad y sus buenas maneras, porque en realidad necesitas ocultar a tu familia, y ocultarte también a ti mismo, que nada más eres un hipócrita que todos los días te manchas las manos con sangre.
Te das cuenta que de momento tienes la certeza de que mereces la inmortalidad del alma, la resurrección de la carne, la vida eterna, pero un rayo de temible lucidez ilumina tu pasado remoto y reciente, y recuerdas con exactitud que nada hiciste para enmendar tus faltas, tus omisiones, y lo que siempre consideraste como legítimo y tuyo procede de tus padres y te desentendiste de la necesaria retribución que les debías. Dejaste de amarlos cuando ellos dejaron de proveerte con lo necesario y más.
Creíste tener lo necesario para proveer a Caronte, pero en el último instante te percatas que posees una fortuna que dejó de ser útil para el peaje final, ya que no te incinerarán cobijado con tu dinero.
El otro miedo que me sobrecoge el corazón y atenaza la razón es la soledad. No concibo la posibilidad de quedarme sin mi esposa después de casi 50 años de matrimonio, porque ella ha sabido entregarse y construir amor. Es algo más que el aliento, porque su estar conmigo alimenta mi ánimo y da sensibilidad, certeza y presencia a mi Fe. Unos necesitan dinero para creer, o tener esa fuerza sólo otorgada por los poderes terrenales.
En mi caso es el amor de mi esposa, el cariño -lo sé profundo- de mis hijos, pero el tema es bíblico. Los hijos se van y a los que nos convertimos en cadáveres, nos incineran y olvidan, en esa soledad fría de las cenizas, aunque la Fe nos confirma la trascendencia del alma. Entonces te das cuenta de que la resurrección de la carne carece de la importancia que te da la certeza de que la razón, el entendimiento, el alma permanece en la luz y vive, de otra manera, pero vive.
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