CUENTO: II PARTE
Los años pasaron y John se convirtió en un hombre, en un hombre triste y solitario que todas las tardes, al salir de su trabajo, acudía a la cantina para emborracharse. El dolor por la desaparición de su pequeña hermana Lucy, era algo que hasta que el día de hoy seguía carcomiéndole el alma.
Ahora era diciembre. En unos días más volvería a ser Navidad. Y, como otros tantos años más, esta vez John se la pasaría solo en su casa.
Sentado ahora sobre un banco alto de madera, John miró de un lado hacia el otro de la barra, tan sólo para comprobar quiénes eran las personas que esta noche habían acudido a este lugar. A su lado derecho encontró a un hombre de unos cincuenta años, que platicaba animosamente con una mujer de pelo castaño oscuro, a la cual John le calculó unos cuarenta años, la edad que Lucy tendría ahora… “¿Seguirá viva o… estará muerta?”, se preguntó John con mucho pesar.
Habían pasado muchos años desde aquella mañana en la que Lucy, una niña de unos diez años, se había escapado de su casa para ir en busca de su padre, al que tanto ansiaba y deseaba ver en Navidad. Al recordar John cómo le había mentido a su hermanita, diciéndole que su padre solamente regresaría a casa cuando aquí cayese nieve, se sintió muy culpable por su desaparición.
Ese día, cuando Lucy llegó al centro de la ciudad, fue secuestrada por dos hombres, que más tarde la vendieron a un traficante de niñas. Y, a partir de entonces, su vida se tornó en una cosa muy horrible. Lucy pasó de ser una niña muy alegre, a una niña triste y apagada, que ahora era explotada sexualmente por su captor, un hombre que tenía en su posesión una red enorme de prostitución infantil…
Después de varios años de vivir siendo una esclava sexual, Lucy, al cumplir los diecisiete, pudo al fin escapar. Corriendo, como aquella mañana de Navidad lo había hecho, fue dejando atrás la casa donde ella y las demás niñas habían vivido.
Su mente estaba muy alterada. Sus ojos no dejaban de mirar por todas partes, en busca de un posible captor. En cada hombre que ella miraba, creía ver una amenaza. ¡Por nada en el mundo quería regresar a donde la habían tratado como a una basura! Pero ahora, estando sola en la calle, comenzó a sentir un pánico muy grande, que, después de unos segundos, hizo que ella comenzara a gritar.
Y eso bastó para que alguien llamase a los policías, los cuales, apenas llegar donde ella se encontraba sentada, trataron de interrogarla. Pero, al ver que Lucy no podía dejar de temblar, y que no podía responder de manera adecuada, decidieron que lo mejor que podían hacer era llevarla a un hospital psiquiátrico.
Lucy pasó a ser entonces una huésped de aquel lugar, donde, después de varias examinaciones por parte de los médicos, descubrieron todos los síntomas de su actual estado físico, psíquico y emocional.
“El daño es muy profundo, pero, con mucha terapia y medicamentos, te ayudaremos a sanar”, le dijo la psiquiatra a Lucy, al siguiente día de su arribo a este hospital. Lucy permanecía sentada en su cama, con las rodillas dobladas, y los brazos rodeando sus piernas. Estando en esta posición, su cuerpo parecía clamar por “protección”. Al ver que ella comenzaba a estremecerse de nuevo, su psiquiatra se le acercó y, sentándose junto a ella, comenzó a acariciarle el brazo para así calmarla
Su proceso había sido muy exhaustivo. Lucy, que había llegado a este lugar pareciendo una zombi, ahora, gracias a los muchos años de terapias psicológicas, nuevamente comenzó a mostrar indicios de un nuevo nacimiento. Horas y horas de terapia con su psicóloga, la ayudaron a externar todos aquellos miedos y traumas que le habían robado el alma.
Poco a poco, como una flor, su ser se fue abriendo, dando paso así a una luz que la fue iluminando. Su rostro -antes apagado y marchito- se fue volviendo hermoso, y; sus ojos -que tanto miedo tenían de mirar-, también comenzaron a ver de nuevo. Gracias a las muchas sesiones con su terapeuta, Lucy comenzó a nacer de nuevo. Su cuerpo -que antes solía temblar mucho cuando se ponía de pie- ahora era como un roble, al cual ya nada podía derribarlo.
Lucy se había convertido en una verdadera guerrera. Su pasado ahora solamente era eso: SU PASADO. Ya no había por qué temer, ni mucho menos por qué sentirse culpable. Lucy al fin había aprendido a superar todos esos sentimientos. Su mente antigua había sido vaciada de toda la basura que la torturaba. Su mente ahora era como un manantial de aguas cristalinas. Después de muchos años de ceguera emocional y psíquica, su mente al fin le permitía ver todas las cosas con una claridad absoluta.
Pasaron los días y Noche Buena llegó. Ese día, al salir hacia su trabajo, John trató de no mirar los adornos navideños que se encontraban afuera de las casas. Mirar aquellos osos de nieve y demás figuras navideñas, solamente habría acrecentado su dolor interior.
“Navidad. ¡Maldita Navidad!”, musitó John, mientras miraba a través de la ventana de aquel autobús. Hacía ya más de diez años que su madre había muerto. Por lo tanto; ya no le quedaba ningún familiar cercano. Y, aunque lo tuviese; John se había convertido en un hombre huraño que detestaba la cercanía de cualquier cuerpo.
Ese día, las horas parecieron pasar más de prisa. De repente, mientras John cepillaba una mesa, su jefe vino y le dijo que hoy cerrarían el taller de carpintería una hora menos del horario normal. “Feliz navidad John”. John de mala gana se dejó abrazar por su jefe, quien luego sacó de su bolsa un sobre amarillo que entonces le entregó. John se guardó el sobre en la bolsa frontal de su camisa roja de franela.
Pasadas las horas, como a eso de las diez, John, con la luz de la pantalla de su pequeño televisor como única compañía, se puso a comer unos sándwiches de jamón y queso que él mismo se había preparado. Con la ayuda de sus cervezas, masticó y masticó, hasta que entonces se hartó. Luego asentó el plato sobre el suelo, con dos sándwiches sobrantes.
En la tele pasaban un programa navideño que a él le pareció de lo más chocante. Escuchar las voces de aquellas personas, lo molestó muchísimo; tanto así que, después de unos segundos, les aventó una botella. “¡Puta Navidad!” La pantalla comenzó a escurrir cerveza. A las personas de aquel programa, en lo absoluto les importó lo que John les había hecho.
Pasándose una mano sobre su rostro, John, de manera inevitable, otra vez comenzó a pensar “en aquella mañana de Navidad”. Su mente no dejó de repetirle la escena, una y otra vez. Lucy corría cerro abajo. Corría muy deprisa, sin hacerle caso a los llamados de él, que no paraba de pedirle: “Lucy, ¡regresa! ¡Te mentí! ¡Papá no vendrá!” Pero Lucy jamás se detuvo. Sin abrigo, y solamente con su camisón de franela, corrió y corrió… John jamás pudo encontrarla.
John siguió atormentándose con aquellos recuerdos…, hasta que al fin se durmió. La tele permaneció encendida. La luz de la sala, también. Acostado en aquel sofá de color verde con azul, John comenzó a soñar que su hermanita regresaba, y que entonces él de nueva cuenta volvía a ser como antes: alguien feliz. Abrazando a Lucy, sin dejar de llorar por el susto de su huida, una y otra vez le decía: “¡Te quiero mucho, hermanita!”
Y, de repente, se despertó. El ruido de las pirotecnias, que estallaban en el centro del pueblo, hizo que él se diera cuenta de que ya era Navidad. “Navidad. ¡Puta Navidad!” Molesto por su dolor, se levantó y; sin esperar a que las gentes de la televisión terminaran de cantar “Noche de Paz”, le dio una patada muy fuerte al artefacto.
El televisor cayó al suelo. Su pantalla se volvió borrosa, pero las voces siguieron cantando. Sin saber qué hacer para poder calmar su ira y su dolor, John otra vez regresó a su sofá. Ya era Navidad; pero él no tenía nada qué festejar. Tampoco tenía nadie a quien felicitar. Y esto era lo que menos le importaba. Había aprendido a ser como un témpano de hielo: frío, sin dejar mostrar jamás un atisbo de empatía hacia nada ni nadie.
“¡Puta tele!” John ya estaba más que decidido a matar a… su televisor. Pensó que solamente rompiéndolo podría lograr obtener un poco de paz en esta “noche de paz”. Entonces se levantó, lo desenchufó y luego lo cargó.
El artefacto pesaba como unos treinta kilos. Afuera, unos niños reventaban petardos y demás cosas parecidas. Todos gritaban de alegría. John, más huraño que nunca, sintió odiarlos a todos ellos. “¡Mocosos estúpidos!”, dijo en voz baja.
Luego de mirar una vez más hacia lo lejos las luces de colores que iluminaban por instantes el cielo oscuro, John dirigió su rostro hacia el televisor, que aguardaba su muerte sobre las hierbas secas de la parte frontal de su casa. “Ahora sabrán lo que es reventar algo de verdad”, dijo para sí mismo. Y entonces alzó su brazo para preparar su golpe.
El grueso pedazo de madera lo encontró en su patio, donde también había pedazos de algunos muebles que esperaban a ser armados en su totalidad. “¡Feliz navidad!”, se burló John. “¡Y feliz vanidad!” A su mente acudieron los rostros de los niños ricos que vivían donde su madre siempre había ido a lavar, y donde él algunas veces la acompañó, junto con su hermanita Lucy. Los niños siempre les habían presumido de sus ropas finas y bonitas. Porque sabían que él y su hermanita jamás sabrían lo que era tener sobre sus cuerpos tales prendas.
“FELIZ VANIDAD!”, nuevamente se volvió a burlar. Y, para no alargar más la agonía de su pobre televisor, movió lo más que pudo la madera hacia atrás. John contó los segundos. No quería fallar. Tenía que destrozar su tele de un solo golpe.
Instantes después, como si de cámara lenta se tratase, sus manos se fueron moviendo hacia el frente… Pero, cuando la madera se encontraba a punto de tocar la tele, John se detuvo en seco. Una voz había gritado: “¡Espera! ¡No lo hagas!” Molesto por haber sido interrumpido, John masculló un “¡maldita sea!
Mirando todavía hacia el frente, John permaneció en silencio, a la espera de volver a estar solo. ¡Cómo odiaba la cercanía de cualquier persona! Y ahora, por lo visto, alguien había venido a visitarle. Pero, ¿quién podía ser ese alguien?
Odiándose así mismo, John ladeó los ojos hacia donde había escuchado la voz. No se atrevió a voltear su cabeza hacia esa dirección. La luz escasa de un foco, que colgaba sobre el gajo de un árbol, no le permitió ver si la persona era alta o baja, gorda o flaca. Lo único que él sabía era que se trataba de una mujer. Lo supo por el tono de la voz.
El tiempo pareció congelarse para John. La mujer no volvió a hablar. John, sin moverse de su sitio, luego de pasados varios segundos, al fin dijo: “¿Quién es usted, y qué es lo que quiere?” Su tono dejó mostrar que estaba muy molesto.
Pero la mujer para nada se intimidó. A paso lento, se fue acercando hacia él. Luego, cuando ella quedó a solo escasos centímetros, alargó su brazo. Su mano entonces tocó el rostro de John. Acariciándole la piel, le dijo: “Hermano. ¡Cómo has crecido!”
John, al instante de escuchar aquella frase, comenzó a sentir su corazón latir muy de prisa. ¿De verdad había escuchado lo que había escuchado, o solamente se había tratado de una confusión de su oído? “¡Han pasado tantos años…!”, dijo la mujer. John, que ahora parecía estar paralizado, únicamente la siguió mirando de reojo.
Después, como alguien que va saliendo de un trance corporal, comenzó a mover su rostro hacia ella. John se mantuvo mirando hacia abajo. La mujer llevaba unas sandalias muy bonitas, que dejaban ver los dedos de sus pies. Sus uñas estaban pintadas de verde oscuro.
La mujer, que segundos antes había retirado su mano del rostro de John, nuevamente la volvió a colocar; pero esta vez sobre su mentón. John, sin atreverse a hablar, dejó que ella comenzara a mover su rostro hacia arriba…, hasta que finalmente pudo verla.
“¡Lucy! ¡ERES TÚ!” “¡Hermanita!” Llorando como un niño, John se abrazó a ella. Lucy le abrazó todo su ser. “¡No sabes cuánto te extrañé!” Acariciándole la espalda, Lucy le respondió: “¡Ya estoy aquí, ya estoy aquí! ¡He vuelto!” Ella también lloraba.
Pasados unos instantes, John le dijo a Lucy en broma: “Menos mal que llegaste a tiempo!” “Unos segundos más y lo habría destrozado” John se refería a aquel televisor, donde él y ella habían mirado de niños sus caricaturas favoritas. John quería destrozarlo, porque el artefacto le hacía recordar mucho a su hermanita…
La noche era estrellada. El viento soplaba suavemente. El clima, un tanto frio, hizo que Lucy rodeara con su brazo el hombro de su hermano. Y así permanecieron los dos un largo rato, sentados en la puerta de la casa, sobre aquella banca de madera que las mismas manos de John habían construido.
Lucy, después de un rato, escuchó a su hermano preguntarle “¿Dónde estuviste todos estos años?” Alzando la mirada hacia las estrellas, ella se juró entonces jamás contarle la verdad de su pasado. No había por qué hacerlo. En vez de eso, Lucy le respondió que una familia muy buena la había adoptado. Su hermano le sonrió otra vez…
Y esa vez fue la mejor Navidad para John. Esa noche, su alma, al fin pudo tener una noche de paz. Esa noche, todo su ser, finalmente pudo conocer una… noche buena.
FIN
Anthony Smart
Diciembre/15-16/2021