CUENTO
Todo había sucedido de manera repentina. Al enfermar su madre, no le quedó más remedio que suspender sus estudios. Y no le había dolido nada ver la decisión que había resuelto tomar, porque la salud de su madre era lo primero. “Ya habrá tiempo para continuar después”, pensó él, y entonces ya no fue a la escuela.
Roberto cursaba el tercer año de su carrera -arquitectura-, cuando todo esto aconteció en su vida. Su madre había enfermado de un día para el otro, sin motivo aparente. Su padre, que no era rico pero que le iba muy bien en su negocio, una puesto de tacos, al enterarse de su decisión tomada, trató de persuadirlo diciéndole que no estaba bien lo que hacía. Pero Roberto, que era muy concienzudo y sensible, al analizarlo todo, supo que de todas maneras no iba a poder tener tranquilidad mental para estudiar mientras recordase que su madre estaba en casa padeciendo síntomas y dolores.
Mentalmente lo había puesto todo en su lugar. Había sacado cuentas de gastos y del tiempo que -según él- podría tardar su madre en recuperarse. “Podría tomarle un año, o más”, pensó el joven. “Mientras tanto cuidaré de ella y ayudaré a papá en su taquería. Así podremos ahorrar un poco los gastos”.
Los días fueron pasando, y luego los meses. Roberto se desvía por su madre, y sufría mucho al verla así. La señora ya no era la misma de antes. El dolor que la poseía la había cambiado por completo. El día que ella se empezó a sentirse mal, para luego acudir al médico, luego de que le hicieran muchos análisis, encontraron que tenía cáncer en el estómago, en un grado ya muy avanzado. Pero a pesar de esto el especialista que la atendía le había dicho que con mucha quimioterapia y medicinas tenían probabilidades de ganarle a la enfermedad; entonces la señora empezó a luchar contra el mal que la estaba matando.
Los días nuevamente fueron acumulándose en su travesía de combate. El cáncer en el estómago de la señora era extirpado, pero luego volvía a nacer. Roberto cada día que pasaba veía más debilitado el cuerpo de su madre. Sus ojos estaban llenos de orejas, y su piel ya solamente parecía una bolsa de papel debido a la resequedad.
La señora había resistido…, hasta que lo inevitable vino. Era de noche cuando ella exhaló su último respiro. Días antes Roberto había sufrido mucho junto con ella. Al verla gritar de dolor, le inyectaba fuertes dosis de morfina, pero éste ya no surtía efecto. La señora se desgarraba sobre su cama y jalaba sus sabanas. Su hijo, lleno de impotencia y de frustración, llorando, solamente tomaba su mano entre las suyas para apretárselo. Su madre no dejaba de decir “¡Muerte, ya no puedo más! ¡¿Qué estás esperando para llevarme?” Su hijo miraba que las venas de sus brazos se le marcaban mucho debido al dolor y a la palidez de su piel.
Tres largos días más duraron los suplicios de la señora. Eran las nueve de la noche del tercer día cuando ella por fin descansó. Roberto, que estaba junto a su cama, ya no lloró. Porque sabía que su madre finalmente había dejado de sufrir.
Muerta ya ella, Roberto olvidó regresar a la escuela. Ya no tenía ánimos para hacerlo. Entonces pensó en sus posibilidades, que no eran muchas, y se decidió por lo más simple: ser empleado de tiempo completo de su padre. “Le vendrá muy bien al viejo”, pensó Roberto al recordar que su padre andaba en la misma situación que él. Después de morir su esposa, el señor empezó a faltar en su negocio. Había días en los que de plano no abría. Roberto no le decía nada, porque sabía que también él estaba pasando por lo mismo.
“Soy joven y fuerte”, fue lo primero que pensó el joven la primera vez que estuvo dentro del negocio de su padre. Al ver a su tres empleados, dos mujeres y un muchacho, les habló y les pidió su colaboración para sacar adelante el negocio. Ellos le respondieron que no había ningún problema, y que lo apoyarían como siempre lo habían hecho con su padre, ya que éste siempre los había pagado y tratado muy bien… “Gracias”, les contestó Roberto, y los cuatro se dieron un abrazo grupal para unirse como equipo.
Un día y sí y otro no veía a su padre Roberto. Unas veces lo encontraba en la cocina antes de irse a la lonchería, otras cuando regresaba ya muy tarde. Ambos no se decían nada. Roberto no sabía qué hacer o qué decir para romper el hielo. Su padre era todo mutismo. “Él ha perdido a su compañera de vida, y yo a mi madre”, pensaba Roberto cuando veía a su padre subir las escaleras. “¡No entiendo por qué no quiere hablarme…!”
Y un día, los sentimientos tristes del joven desaparecieron. Al sucederle aquello, sintió ganas de correr hacia su casa para contárselo a su padre. Una muchacha que había ido a la lonchería lo había cautivado por completo. Roberto coqueteó con ella, y la muchacha respondió a su favor. El joven entonces se volvió a sentir vivo, luego de mucho tiempo de estar prácticamente muerto. “Papá tiene que saber esto…, pero todavía son las once de la mañana”. Roberto no veía la hora para cerrar, correr a casa y anunciárselo a su padre. Él y la joven habían platicado. Ella le había dicho que le caía muy bien.
También le contó que estudiaba, y que por las vacaciones próximas andaba buscando trabajo. Roberto entonces enseguida le planteó que si quería trabajar aquí en su lonchería. La joven le sonrió hermosamente, y le dijo “¿por qué no?” “Va, ya estás contratada”, respondió el joven. Y de repente toda su tristeza desapareció. En su interior él no dejaba de sentir en lo bello que es la vida. Estaba tan emocionado por conocer a esa muchacha que ese día se la pasó cantando todo el tiempo.
“¡Son las nueve, hora de cerrar!”, gritó el joven. “Muchachos, ¡dejen todo así como está! Yo mañana vengo muy temprano para limpiar y lavar los trastes sucios” Sus empleados, al escuchar esto, solamente lo miraron de hito en hito. No entendían cuál era el motivo de tal cosa. “Ya, ¡no me miren así!, les pidió Roberto. “¡Qué! ¿Es que nunca se han enamorado?” -Los tres muchachos sonrieron entonces, y lo felicitaron. “No es mi novia”, les aclaró Roberto. “Solo es una amiga”.
Cuando todos estuvieron afuera, Roberto bajó la cortina de su negocio, les dio las buenas noches a sus empleados, y corrió a su casa tan rápido como le fue posible. Sus ansias de llegar eran tan grandes que el camino le pareció que se había extendido.
-Papá, ¡papá! -gritó, mientras se quitaba su abrigo para colocarlo sobre el perchero junto a la puerta-. ¡No vas a creer lo que hoy me ha sucedido! ¿Dónde estás, papá? -Luego de mirar en la cocina y no encontrarlo, Roberto dedujo que debía de estar en su cuarto. Entonces corrió y subió las escalares que conducían al cuarto de su padre.
-Papa, ¡ya llegué! -anunció Roberto. ¿Estás despierto? -preguntó. Pero su padre no respondió. Papá- volvió a decir-. Necesito contarte algo… -Luego de golpear y golpear la puerta, y luego de su padre no abriese, Roberto retrocedió unos pasos atrás y luego arremetió contra la puerta. Entonces ésta se abrió.
Al estar adentró enseguida miró a su padre acostado en su cama. Roberto entonces se acercó hasta él y…, y su corazón le dio un vuelco. Junto a la mano de su padre habían unos botecitos, y junto a estos pastillas derramadas.
-¿Papá? -lo llamó Roberto-. ¿Papá? -Luego de que el señor no despertase, Roberto lo sacudió de su hombro-. ¿Papá? ¡Despierta! ¡Por favor -clamó el joven-, ¡que no sea lo que parece! -Su voz había sonado temblorosa.
-¡Noooo! -gritó Roberto al cerciorarse de su padre ya no tenía pulso. ¿Por qué’ ¿Por qué lo has hecho! -le reclamó a él, mientras lloraba contra su pecho…
Han pasado dos años desde entonces, y Roberto sigue atendiendo la lonchería que era de su padre. La muchacha que él había conocido fue su novia por un tiempo, pero luego ella se fastidió de él, de su hermetismo. Roberto no se deprimió como su padre, pero estuvo muy cerca de hacerlo. Ahora el sigue luchando con los estragos de todas sus pérdidas: su madre y su padre…, y también su relación con la joven que su padre nunca conoció.
De cuando en cuando Roberto se aísla en soledad y solamente piensa en querer ser psiquiatra, para tratar de salvar a personas del monstro que destruyó a su padre. Porque bien sabe que ante el cáncer de su madre ya no había nada que hacer, porque era algo inevitable…, ¡pero con su padre! Con él sí que era distinto. Él no tenía por qué morir. Pero como Roberto lo leído mucho: la depresión es un monstro que siempre surge CUANDO UNO PIERDE A ALGUIEN QUE HA AMADO DEMASIADO.
FIN.
ANTHONY SMART
Enero/29/2018