EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
Ciudad de México, sábado 8 de febrero, 2020.– Para disfrutar de una novela no necesariamente tenemos que encontrar conexiones que tengan que ver con nuestra vida, nuestra experiencia o esas grietas que forman parte de lo que somos. Las obras que nada tienen que ver con uno, forman parte del tesoro, con aquello que es producto de la imaginación. Pero, cuando nos topamos con un libro que resulta ser un espejo en diferentes sentidos y tiempos, entonces, la lectura adquiere otra dimensión.
Esto fue lo que me pasó con El jinete polaco, (Premio Planeta 1991), la novela de Antonio Muñoz Molina que habla entre mil cosas de “la suma de azares que me llevaron a encontrarte”, y cuando leo esto, me pongo el saco y pienso en esa otra suma de azares que me llevaron a encontrar a mi mujer y, así, camino con el saco de algunos de sus personajes como protagonista de esas historias cuando recorre el territorio de la nostalgia y de los placeres inmensos cuando encontramos al amor de nuestra vida, como le pasa a Manuel, el narrador, cuando se reencuentra con Nadia, en esta relectura que resultó muy gratificante.
Padres y abuelos nacidos en Mágina, ese pueblo de campesinos en Andalucía en donde resulta que el narrador tiene buen oído y memoria y adquiere con facilidad, el don de los idiomas. Desde que era adolescente quería irse de su pueblo, alejarse de la pobreza del campo y de sus hábitos y costumbres; es esa edad cuando sólo pensamos en estar con los amigos, para vivir en el imaginario de la modernidad, sin hacer nada que valga la pena, hasta que gracias los sacrificios de su padre, puede estudiar en Madrid y llega a ser uno de esos interpretes que rolan por el mundo, sin encontrar su razón de ser, hasta que un día reencuentra, al azar, a Nadia, la hija del comandante Galaz, famoso republicado de Mágina, con quien resuelve su problema existencial.
Es con ella a quien le cuenta las historias de aquellos que encuentra mientras revisan las fotos de Mágina que estaban en el baúl que Ramiro Retratista le regaló al comandante y que ella heredó.
Cuando Nadia ve a su exmarido, dice que “no comprendía cómo pude casarme con él, pero aún, cómo pude engañarme a mí misma hasta el punto de creer que estaba enamorada y de que quería tener un hijo suyo”, una huella de esos disimulados engaños de los que pronto les daré noticias.
O esta otra, donde me vuelvo a poner el saco: “parece increíble que yo esté ahora contigo y me atreva a hablarte como si te conociera desde siempre, como si no hubiera sido prácticamente imposible que nos conociéramos. No salgo de mi asombro, me niego a salir de él, no quiero acostumbrarme, quiero vivir exactamente así el resto de mi vida, sin hacer nada ni desear nada más que lo que ya tengo ni a nadie más que a ti, agradeciendo que existas y me hayas elegido y que estés a mi lado cada mañana cuando me despierto, inmediata y carnal, no inventada, más verdadera, haciéndome preguntas continuas, desafiándome a decir lo que he callado siempre, lo que ni recordaba, moldeada por el sufrimiento y la felicidad, frágil y sabia, deteniendo el tiempo para que duren como lentos días cada una de las horas y no empiece a remordernos la angustia del adiós.”
Reflejado en esos espejos, recuerdo mi propio fracaso en los amores de la adolescencia, el rechazo a la vida del campo, la nostalgia por la nevería en Lafayette y la música de la rockola, así como, los azares y las circunstancias para encontrar a la pareja y darnos cuenta que hemos heredado, no lo mejor de nuestro padre, sino “sus manías insoportables”.
Cuando no había oído que había entrado Nadia, “alzó los ojos trasladando hacia ella una apremiante interrogación sin palabras, cuya respuesta busca en vano en su propia memoria y parece decirle: no entiendo nada, me rindo, cuéntame quién soy.”