Todo seguía su curso normal en Tamalville: muertes, asesinatos, corrupción, como no podía darse en ningún otro lado; venta por pedazos de Tamalville al mejor postor…
Para estas alturas, solamente quedaba la mitad de todo el territorio tamal, la otra mitad ya no les pertenecía, pero como siempre, NADIE, ABSOLUTAMENTE NADIE SE HABÍA ALARMADO, O, MEJOR AUN, PROTESTADO, sino que todo lo contrario.
Todos seguían viviendo sus chingadas vidas como si nada. Y mientras tanto, en algún otro lugar, un tamal se lamentaba de su suerte, de su chingada suerte. “Ya no puedo continuar de esta manera, el dolor por no saber chingar me carcome mis chingadas entrañas, que no sé qué tipo de carne lleva.
Quisiera ser como el resto de esos tamales, para quienes chingar es lo más natural de Tamalville, pero no puedo. Ya no sé qué hacer, ya todo lo he intentado”.
Y todo lo dicho por aquel tamal era cierto, en verdad que ya todo lo había intentado, y en cada uno de sus muchos intentos había fracasado por completo. Pobre chingado tamal, ¡hasta cuando quiso volverse político fracasó!
Había sido tan blando y sensible que, cuando uno de los otros tamales, que sí era un auténtico político, le propuso hacer chingadas, su reacción fue tan brusca, y se asustó tanto, que casi se le sale la carne de su interior… Pobre chingado tamal.
Ya no sabía cómo seguir existiendo, y sin saber chingar. Y mientras un tamal sufría demasiado porque no podía chingar, y se atormentaba, en otro lugar chingado de Tamalville se encontraba su contrario, un tamal tirano, un tamal malvado, muy pero muy malo. No, no era político, ni mucho menos el presidente de Tamalville.