Javier Peñalosa Castro
Es motivo de enorme vergüenza el hecho de que se siga lucrando con la tragedia de quienes perdieron a sus seres queridos y su patrimonio como consecuencia de los sismos de septiembre de 2017. Tal como ha ocurrido con los pactos entre gobierno, empresarios, partidos políticos y algunas organizaciones de oscuro talante que se arrogan la representación de la sociedad civil, esta caterva de parásitos continúa maniobrando para captar reflectores y aprovechar los gestos solidarios de los mexicanos. Por cada diez pesos que la gente gaste en tal producto, mi empresa, graciosamente, donará 50 centavos; si es posible, por supuesto, deducibles de impuestos o con cargo a algún otro acto de maridaje inconfesable que, más temprano que tarde, habrán de capitalizar mediante la obtención de concesiones, permisos y adjudicación de compras u obra pública.
Ejemplo de ello es la constitución del fideicomiso Fuerza México, cuya administración ha quedado en manos de los dirigentes de los principales organismos empresariales, y a través del cual se captarán —y seguramente trasegarán— donativos de gobiernos e instituciones de otros países, así como del pueblo mexicano, cuya generosidad parece no tener límites, pero que bien haría, en este caso, en cerciorarse de que sus menguados recursos no vayan a dar a un circo del corte del infame “Teletón”, en el que televisoras y gobiernos estatales se lucen con los donativos y abusan de la buena voluntad de personas de todos los estratos sociales, pero en especial de los más vapuleados por las políticas “neoliberales” que, a decir del régimen, en un abrir y cerrar de ojos —sólo hay que aguantar un poco más y no ceder a las tentaciones populistas— habrán de llevarnos al primer mundo.
Si algo ha quedado muy claro en estos días, es que el pueblo mexicano no necesita de graciosos intermediarios para entregarse a sus semejantes, y que la injerencia de funcionarios y dirigentes no sólo resulta irrelevante, sino que incluso ha sido censurada.
Además, en esta nueva sociedad de conveniencia (y de muy probable connivencia) no queda claro quién le cuidará las manos a quién. Si los empresarios a los políticos, para quienes los 38 mil millones de pesos en que se estima el costo de la reconstrucción resultarían apenas un bocadillo (si no, pregúntenle a los Duarte, Moreira, Yarrington, Borge, Montiel y compañía), o los políticos a los empresarios, que tampoco han cantado mal las rancheras a la hora de las corruptelas, como quedó evidenciado en los casos de Higa, OHL y Odebrecht, y con escándalos como los del socavón, que se abrió en una obra que costó casi el doble de lo pactado, con la estafa maestra denunciada por Animal Político y otras lindezas.
Ya lo estamos viendo. Con los fondos captados a través del fideicomiso de marras habrá de ocurrir algo muy similar a lo que pasa con el trafique de donativos entregados por honrados obreros, gente trabajadora, humildes estudiantes, al Teletón, ese infame circo televisivo que explota hasta la náusea la sensiblería, que apela a indecibles episodios de chantaje para sacar hasta el último centavo de los maltrechos monederos y carteras de nuestra gente, que entrega sus recursos con la mayor generosidad, sin reparar en que podría emplearlos para atender un sinnúmero de necesidades, y que servirán a los encargados oficiales de “pasar la charola” para pararse el cuello, lavarse la cara, blanquear dinero mal habido y hasta para dárselas de filántropos.
Llama la atención que, en medio de la desgracia, se apele a la generosidad ajena antes que al recorte de gastos suntuarios, como los que se dedican a viajes, comidas y otras diversiones de la alta burocracia. Que, en lugar de que los empresarios que aquí pagan a sus obreros salarios que están entre los más raquíticos del mundo, hicieran donativos acordes con la vastedad de sus fortunas en lugar de tentarse tanto el bolsillo a la hora de ser solidarios o de condicionarlos a la venta de sus productos o al donativo de otros.
Es claro que, como se dijo al principio, la sociedad no necesita de vivales que la organicen ni que vigilen el buen uso de su generosidad. Que como lo demostró una generación de mexicanos que no habían nacido o no guardan memoria de lo ocurrido hace 32 años, que respondieron a la emergencia y se entregaron desinteresadamente para ayudar a quienes cayeron en desgracia, esa vocación solidaria estáen sus venas y no necesita merolicos ni bufones que la alienten ni la capitalicen en beneficio intereses turbios.
Esa nueva generación de mexicanos ya no se chupa el dedo con Teletones ni Damificadotones. Si algo tiene claro es que no conviene tener fe en quienes, una y otra vez, han traicionado su confianza y demostrado que no deben participar en las decisiones trascendentales para este país y para su gente.