Por: Héctor Calderón Hallal
Ni duda cabe. Cada político crea y recrea a sus próceres, como cada lector a sus autores. La historia la escriben siempre los que prevalecen; los vencedores al final de cuentas.
El relato mañanero de López Obrador es hijo de un modernismo sin métrica; cierto, sin rimas caprichosas, pero que sólo pretende usar la retórica para renegar de todo lo que se opone a la existencia de autoridades populistas como él y otros más en el mundo. Que sólo reniega contra sus detractores.
AMLO pone su “yo” en escena cada mañana y avanza por asociación libre, buscando un recurso muy viejo y muy eficaz: presenta el simplismo de un relato, para enganchar al público también de mentalidad más simple, que es la gran mayoría.
Entendió muy bien el hartazgo del público para con aquellos oradores que leían discursos con cifras y traducciones del inglés, sin conexión aparente con el bolsillo y la mesa de los oyentes… y ha sabido explotar muy bien su descubrimiento.
Es el locuaz vendedor de remedios a la entrada del Metro y también el hábil prestidigitador que apuesta con los transeúntes para descubrir “donde quedó la bolita”, con “paleros” de por medio.
No obstante, para desgracia de este país, el presidente también es el niño de quinto grado de primaria que aprendió que los Niños Héroes se tuvieron que lanzar envueltos en la bandera desde lo alto de un cerro, para defender a su país que no tuvo ejército suficiente para intervenir ante el poderoso invasor; que también cree en el heroismo del General Anaya cuando contestó ardientemente a los gringos invasores: “Si yo tuviera parque, no estuvieran ustedes aquí”… vamos, que cree con fervor que Madero fue el bueno y Díaz el malo; sin matices, sin razonamientos de otro tipo. Sólo siguiendo el guión dictado desde tiempos de Plutarco Elías Calles, creador del PRI y de tantos mamotretos y artilugios totalitaristas y actualmente disfuncionales para el mundo en que se vive; entre estas figuras de control ideológico de aquel intento de país centralmente planificado de Calles, está el formato original del libro de texto oficial, con historias formuladas por la sublime pluma de redactores oficiales, cuyas esencias prevalecen hasta hoy, pero que no explican cabalmente, desprovistos de carga ideológica e interés nacionalista, a la historia misma de México y ni a la historia universal;… sin verdades a medias, ni mitos completos.
La historia se entiende a partir de una compleja interacción de variables y constantes que dan una resultante, una explicación de los acontecimientos; no se explica de forma lineal en base a la sucesión simple de “hechos”, así estén relacionados.
Ese monólogo zigzagueante del presidente López Obrador no es más que una variante narrativa del poema utilizado para contar la historia nacional, en base a una guía anecdótica y a conveniencia; sustentada en un simple compendio de sucesos y fechas, pero nunca en torno a las razones y circunstancias de tipo multifactorial, que forzaron a los protagonistas a ser víctimas o tiranos; héroes o villanos.
Así que ni faltó Ejército para defender el castillo de la invasión, ni el General Scott evitó la invasión por el supuesto sacrificio de Juan Escutia, ni el General Anaya es un héroe por la simple frase que se le atribuye, ni Madero es puramente bueno… ni Porfirio Díaz es ese gran villano de la historia que nos ha vendido el régimen postrevolucionario a partir del centralismo nacionalista del “Bronco” de Sonora. Y es en lo que cree AMLO… como un niño de quinto grado de primaria; o eso pretende hacernos creer.
López Obrador es un mal intérprete de Pellicer, el modernista-naturalista que lo cobijó en sus años mozos y que está influenciado por López Velarde y Borges. El motor de los grandes movimientos sociales y sucesos de la historia, es el afán de expansión económica de los países o los conglomerados sociales. Ninguna causa, por más romántica o sublime que fuere, se podría sobreponer a la lógica eterna del afán de control del hombre por el hombre.
Cuando escuchamos a AMLO despotricar contra Porfirio Díaz, casi como una “pose discursiva obligada”, en un simplismo apabullante, reconocemos con asombro al niño de quinto grado que repite pues la lección que se nos enseña por obligación en la historia oficial desde los años veintes.
Ignora quizá el inquilino de Palacio Nacional, que la historia de Juárez y Díaz está íntimamente implicada; casi es una sola historia: Son dos liberales, …. ¡Atención… dos liberales!; abuelos de los tan satanizados “neoliberales”, que impulsaron la liberación de aranceles para el comercio exterior, el fortalecimiento del mercado interno; la institucionalización de la banca y el ahorro; el impulso a la profesionalización de los servidores públicos a través de la ciencia y la técnica, tan desdeñadas también últimamente; la creación de instituciones gubernamentales; la promulgación de reglamentos para el comercio establecido y el régimen sanitario; la expropiación de cientos de miles de hectáreas propiedad de sacerdortes y de las capellanías, que permanecían ociosas, para ponerlas a producir; la creación de los Registros Públicos del Comercio y la cida Civil y un largo etcétera; que empezaron sus luchas y siguieron sus ideales a sangre y fuego desde su natal Oaxaca.
Juárez siendo Gobernador, nombra colaborador en materia de justicia a Porfirio Díaz y así, tiempo después se trasladaron, gracias a la fuerza de un destino político común, hacia la Ciudad de México. Y si Juárez fue el padrino político de Porfirio Díaz desde el cargo más modesto hasta el más encumbrado ya en la Ciudad de México… Porfirio Díaz es el impulsor de su nombramiento como “Benemérito de las Américas” y apuradamente se podría decir, quizá, el difusor de la legendaria y sublime historia de su valiosa vida por todo el mundo.
Una adhesión sensorial nos une a todos los mexicanos con Benito Juárez, su historia y su legado; pero mientras Juárez supo crear el México a color, Diaz fue definitivamente el creador del México “con equis”.
A riesgo de ser señalado de “neoporfirista” o “conservador”, cosa que no es el suscrito ni por asomo, se puede afirmar que ambos (Juárez y Díaz) supieron manejar la sed de futuro y contagiarla a los mexicanos de su tiempo.
Claudia Sheinbaum, la actual Jefa de Gobierno de la CDMX, como buena “subalterna” política y seguidora de López Obrador, ha caído en la dinámica de secundar a su Jefe, como lo hizo este lunes al entrar en controversia con el expresidente Felipe Calderón y con buena parte de la opinión pública, defendiendo la instalación en el zócalo de un enorme ornato del águila “reformista” o liberal, que era el sello ofical de la República en tiempos de Benito Juárez.
No se critica que se venere, como cualquier otro símbolo patrio, máxime uno que tiene una trascendencia histórica como ese; sino que se cuestiona la violación a la ley vigente, cuando está legalmente instituído en la Constitución Política y en leyes adjetivas vigentes, que el sello oficial de nuestro país es el actual con el águila circunscrita a un formato estilizado circular, vigente desde tiempos de la administración de Gustavo Díaz Ordaz y presente en moneda nacional, correspondencia y documentación oficial gubernamental.
No se confunda Doña Claudia; la crítica fue en sentido constructivo y provino curiosamente de sectores liberales, que veneran ese símbolo, pero que atienden la legalidad.
Autor: Héctor Calderón Hallal
@pequenialdo