Javier Peñalosa Castro
Las llamadas precampañas presidenciales entrarán en receso a partir del 12 de febrero y hasta el 30 de marzo. Durante este lapso, los suspirantes — Daniel Cosío Villegas dixit— no podrán difundir campañas publicitarias a título personal y, en teoría, sólo podrán plantear propuestas de gobierno.
O lo que es lo mismo, las campañas presidenciales iniciadas a finales de 2017 continuarán, con las simulaciones y contenciones a que López Obrador, Anaya y Meade deberán sujetarse, pero con presencia en todos los medios, a contrapelo de lo que se intentó evitar con la legislación hoy vigente, y que evidentemente requiere ser ajustada a la realidad.
La semana que termina estuvo marcada por el encuentro que protagonizaron a través de Twitter Andrés Manuel López Obrador y Jesús Silva Herzog Márquez, luego de que este último criticara al tabasqueño en su columna semanal publicada por Reforma y El Peje lo tildara de conservador disfrazado de liberal.
A esta polémica se sumó precisamente el autoproclamado heredero de don Daniel —y, de paso, del liberalismo y de la democracia— Enrique Krauze, quien llamó a AMLO a debatir y recibió también la calificación de falso liberal.
Ciertamente valdría la pena que López Obrador respondiera a las críticas de manera puntual, al margen de cualquier tratamiento que pudiera provocar escozor o el desgarramiento de vestiduras por parte de sus adversarios
Pero también lo es que se ha creado entre la “opinocracia” un clima de linchamiento y que sus distinguidos miembros suelen reaccionar en exceso ante cualquier equivocación o dislate que provenga de López Obrador, de quien se espera que resista a pie firme y con una sonrisa los más virulentos embates.
Así, al breve intercambio entre Silva Herzog y López Obrador siguieron, a lo largo de toda la semana, dolidos artículos y columnas en los que los más serviles textoservidores victimizaron al politólogo y condenaron al tabasqueño a la hoguera de su desprecio, y convocaron a ejercer el linchamiento mediático al calificarlo como intolerante a la crítica, primitivo y aun violento, sólo por haberse atrevido a reaccionar ante los epítetos que suelen verter contra él sus más acérrimos críticos, que son, coincidentemente, los más fieles exégetas y apologistas del gobierno en turno.
Debería venir bien este periodo de supuesta tregua mediática para que quienes participan en el proceso electoral en curso serenen sus ánimos y, aunque les resulte punto menos que imposible, hagan un esfuerzo por debatir propuestas e ideas y ejerciten la tolerancia y —en algunos casos, con personajes como El Bronco— la compasión.
En lo que respecta a los otros dos contendientes con alguna posibilidad, parece que a Meade “ya lo perdimos” pues, rodeado de tantos genios, nada más no alcanza a tomar las riendas de su propia campaña y cada día parece mayor la distancia que lo separa de los dos punteros, aunque los corifeos que lo rodean se empeñen en decirle lo contrario, y por más que le lleguen nuevos pegotes, como el recientemente incorporado Heriberto Galindo, quien entre sus mayores “logros” tiene la desastrosa campaña presidencial de Francisco Labastida Ochoa (“me ha dicho mariquita, me ha dicho La vestida, me ha dicho mandilón”), y quienes sostienen que en política no existen las coincidencias, podrán sacar fúnebres conclusiones sobre su llegada a la campaña del itamita.
Los mismos sesudos analistas que colman de denuestos al Peje, no se cansan de advertir en sus columnas que la multiplicidad de manos que intentan hacer la sopa de Meade, son garantía de que ésta quedará incomible. Muchos de ellos enumeran, con acierto, que este suspirante debe tratar de armonizar un equipo en el que están el presidente del PRI —que en poco o nada abona a consolidar la imagen del no priista—, el coordinador de la campaña, el anticlimático Niño Nuño, impuesto por Peña Nieto, y a quien se ha hecho creer que, en caso de que la campaña de Meade termine por no levantar, podría terminar por sustituirlo. Mientras tanto, se le ve participar con poca fortuna en debates televisivos con los coordinadores de campaña de AMLO y de Anaya. A ello hay que añadir a figuras poco mediáticas y faltas de simpatía —o francamente odiosas—, como la del expriista, expanista y neopriista poblano Javier Lozano.
Sólo en caso de que el exsecretario de Hacienda, de Desarrollo Social, de Relaciones Exteriores y de Energía aproveche el interregno que viene, decida tomar las riendas de su campaña, y elija con tino a su equipo, será posible verlo como un contendiente de respeto. Mientras más tiempo tarde en tomar la decisión, más difícil le será lograr una remontada que haga competitiva su candidatura.
El tercer rival, Ricardo, Ricky Ricón, Anaya ha abusado de la simpatía que le han granjeado su juventud, su habilidad para haber construido una alianza imposible con los despojos del PRD, lo que queda del PANB y el cacicazgo encarnado por Dante Delgado; por su chabacanería expresada en los palomazos musicales con el perredista Juan Zepeda —esquirol perredista que trabajó para evitar la victoria de Delfina Gómez en el Estado de México— y el niño huichol Yuawi, así como por sus mensajes multilingües.
Anaya también ha tenido que luchar contra adversarios del gobierno, del PRI y de su propio partido, que lo acusan de enriquecimiento ilícito, tanto cuando trabajo en el gobierno de Querétaro como cuando fue dirigente del blanquiazul en esa entidad.
Conforme se avecine la elección, los ataques habrán de menudear. Hasta ahora, el Joven Maravilla ha sido hábil para esquivarlos. Sin embargo, la lucha que apenas inicia tenderá a tornarse despiadada. Habrá que ver hasta dónde le da la habilidad política para evitar los golpes y hasta dónde es capaz de mantener la lealtad, tanto de sus correligionarios como con los Chuchos y Dante.
Mientras tanto, habrá que recomendarles a todos los actores que participan en esta batalla que se administren fuertes dosis de Amlodipino sin caer en la adicción.