Nunca aspiré a ser una estrella, solamente deseaba bailar, decía
Muere Yolanda Montez Tongolele, a los 93 años
Yolanda Montez Tongolele fue mucho más que una figura icónica del cine y el teatro mexicano; con los años, se volvió para mí una amiga entrañable. Gracias al maestro Raúl Anguiano y a su esposa Brigitta, forjamos una amistad que nos llevó a disfrutr momentos inolvidables. Tuve la oportunidad de pasear con ella de su brazo, por las calles de la Ciudad de México y de frecuentar algunos restaurantes. Mientras caminábamos o nos sentábamos a la mesa, la gente la reconocía y se acercaba con simpatía para saludarla o tomarse una foto, algo que ella siempre recibía con calidez.
Junto a la periodista Norma Inés Rivera y el fotógrafo Antonio Caballero, la entrevistamos por primera vez en su hogar de la colonia Condesa, para la edición 183 de la revista Gentesur | La Revista de México. Su generosidad como entrevistada fue notable, y las fotografías tomadas en esa ocasión se convirtieron en un valioso testimonio de su trayectoria. Fue una mujer brillante que enfrentó serios desafíos de salud, incluida la lucha contra el olvido, algo que nunca divulgamos por respeto a sus hijos y nietos, con quienes encontró refugio y cuidados en Puebla. Lamentamos su partida y, al mismo tiempo, preservamos la memoria de una vida dedicada al arte y los espectáculos.
Esta es la franca charla con la mítica exponente del erotismo enigmático y pionera de las bailarias exóticas en México, donde reseñó su temprana afición por la danza, su llegada a nuestro país y su incursión en la pintura y la escultura, pasiones que la mantuvieron vigente hasta el final de su vida activa. En distintos lugares del mundo aún se le rinde homenaje. Sus admiradores la identifican no sólo por el mechón blanco caracteristico, sino también por sus sensuales movimientos de cadera, que en su momento llegaron a escandalizar a las conciencias más conservadoras.
Alberto Carbot / Gentesur
Mientras el prestigiado fotógrafo Antonio Caballero comienza su labor, Tongolele recuerda su infancia en Spokane, Washington, próxima a la frontera canadiense, en donde nació el 3 de enero de 1932.
Desde que aprendió a caminar, Yolanda Ivonne Montez Farrington, Tongolele, asegura que sólo tenía una cosa en mente: bailar, pero nunca estuvo en sus planes llegar a convertirse en una gran figura, como ha sido su destino, y ver su nombre con grandes letras colocadas en las marquesinas de los principales teatros y centros de espectáculos de América y Europa.
“Yo solamente quería bailar”, afirma con franqueza la mítica danzarina del mechón blanco y expresivos ojos azules, con marcados tintes verdosos que por efectos de la luz en ocasiones los cambian inesperadamente de tonalidad.
La inolvidable artista recibió a los periodistas de Gentesur / La Revista de México en su casa de las calles de Cuautla, en la colonia Condesa, un hogar sencillo y agradable, rodeada de centenares de fotografías, cuadros, esculturas y testimonios de su exitosa carrera desde que debutó en México a finales de 1948, siendo apenas una jovencita de 15 años, sin imaginar que su belleza y sus bailes, cautivarían los corazones y atraerían las entusiastas miradas de miles de admiradores que como en éxtasis seguían sus movimientos sobre la pista y centraban su contemplación en ese cuerpo joven, ágil y voluptuoso que se agitaba con destreza felina al ritmo de los tambores.
Rememora posteriormente su vida en la pequeña isla de Alameda, en Oakland, California, a donde a los 7 años se trasladó en compañía de sus hermanos y su madre, luego del desafortunado divorcio de sus progenitores. Allí tuvo oportunidad de acrecentar su relación con Molly, su abuela materna, una mujer con herencia francesa y reminiscencias polinesias, y que “tenía muchos discos con ritmos tahitianos y sonido de tambores, que yo escuchaba y me motivaban a bailar”.
La secreta afición; el tirmo ya lo traía en la sangre
A puerta cerrada, en los escasos momentos en que podía estar a solas, la pequeña Yolanda corría hasta el tocadiscos, colocaba uno de esos acetatos y comenzaba a danzar al ritmo de las percusiones de los clásicos pates tahitianos que con armonía y cadencia irrumpían desde las bocinas del tocadiscos de su abuela.
Y allí, los ojos entrecerrados, al compás de las apasionantes pulsaciones de los tambores —que cesaban abruptamente si percibía que alguien podía entrar de improviso y descubrir su entonces secreta afición—, ella se transportaba inocente pero sensual, agitando los brazos como alas de gaviotas prestas a remontar el vuelo, hacia otros estadíos que la hacían sentirse diferente, ajena a las inquietudes dancísticas que serían características en otras pequeñas de su edad, pero no en ella.
La niña Montez mantenía otro tipo de intereses y aspiraciones por el baile, que solía afianzar “con algunas clases de tap y ballet, aunque creo que eso yo ya lo traía en la sangre”, dice y agrega:
“No sé por qué, nunca quise decirle a nadie que me gustaba bailar. Solamente se lo comentaba a las niñas, mis compañeras de escuela, y entonces mostraba mis habilidades y les presumía mis meneos, pero nunca a mi familia. Esa era como mi vida secreta”, recuerda con nostalgia.
Apenas cumplió 15 años “pensé que ya era tiempo de averiguar cómo podía llegar a ser bailarina profesional y supe que en Okland existía una agencia de artistas del Ballet Internacional de San Francisco, que reclutaba aspirantes”.
La avalaban solo algunos premios obtenidos en competencias de baile escolares, y sencillas pero aburridas tareas desempeñadas en el terreno laboral, durante sus períodos de vacaciones.
“Ya había trabajado en un pequeño supermercado y en fábricas de chocolates y conservas muy modestas”, comenta.
Su experiencia más cercana en el terreno del arte, la había adquirido en los recibidores de un cine de San Francisco, donde temporalmente laboraba como acomodadora, función que de paso le permitía observar gratuitamente las películas de estreno. Con interés seguía las evoluciones de algunas de las grandes estrellas del espectáculo.
“Así que fui a una entrevista al Ballet Internacional, pero como era menor de edad, les mentí, asegurando que ya tenía 16 años. Ellos me dijeron que, con mi apariencia, bien podía pasar por una chica de 18, así que me contrataron”, cuenta.
Al salir del lugar, visiblemente motivada por la noticia, llamó por teléfono a su madre, Edna Pearl Farrington, descendiente de padres franceses e ingleses —quien se había ya casado con Alexander Al Edwards, un hombre nacido en Escocia—, para comentarle lo que por sí misma había podido conseguir.
“En general, mi familia era muy estricta, pero mi madre se puso feliz cuando le informé la noticia, porque ella sabía que yo había nacido para bailar.
“Sin embargo no ocurrió así con Al, su marido, un hombre muy chapado a la antigua —bastante severo conmigo y mis hermanos William y Stanley—, que casi no nos dejaba ir a fiestas o al que le molestaba que me pintara o saliera con amigos.
“Cuando él se enteró que me habían contratado para bailar, incluso fue a reclamarles y su molestia fue tal, que no me dirigió la palabra por casi 2 años. Si uno ve su reacción así, de manera aislada, podría pensarse que era un intransigente, autoritario, pero a su estilo él quería protegerme, que me cuidara, que no equivocara el camino, porque pensaba que estaría frente al asedio de algunos hombres.
En el fondo era muy afectivo, generoso y muy atento. Después lo llegué a querer mucho.
“Sin embargo, la personalidad de Al era todo lo contrario a la de mi padre, Elmer Steven Montez, quien era un gran atleta, muy fuerte, muy alegre. Mi papá, sueco-español, era piloto de pruebas de la Fuerza Aérea, y me llevaba a volar en sus aviones; patinábamos juntos o íbamos de excursión, a cazar y pescar.
Luego de que ellos se divorciaron, nos escribía mucho, pero no nos veíamos. Al cabo de un tiempo, con mi hermano William —que me llevaba 5 años y Stanley, al que yo le llevaba 2, porque era la hija de en medio—, tuvimos oportunidad de pasar una temporada inolvidable con él en Spokane. Finalmente retornamos a Alameda, para estar de nuevo con mi madre y ya prácticamente no lo volvimos a ver.
México en su destino
Al cabo de algunas sesiones de entrenamiento, desde su incorporación al Balle Internacional de San Francisco, la joven se ganó el reconocimiento y la admiración del público y de sus compañeras.
Empero, sus ansias de crecer la llevaron, en poco menos de un mes, a probar suerte en el Joe Di Magio Club, y luego, en El Huracán, el más importante cabaret tahitiano de San Francisco, donde comenzó a forjar su prestigio de estrella.
“Poco después conocí al famoso cantante cubano Miguelito Valdés, Mr Babalú, quien varias veces llegó a verme a El Huracán y en una de esas visitas me presentó al bailarín Otto García, de Puerto Rico, quien me pidió fuese su pareja para actuar en Wilshire Ebell Theatre de Hollywood en Los Ángeles.
“También acompañé como bailarina al propio Valdés”, señala. Fue en esa cosmopolita ciudad donde también conoció al empresario mexicano Ramón Reachi, quien le ofreció trabajo en el cabaret Tropics de Tijuana —“un sitio muy elegante, al cual asistían toreros, periodistas y miembros de la farándula estadounidense—”, y donde actuaban la cantante Toña La Negra y el pianista Bruno Terrazas.
“De allí, a finales de 1946, sin saber ni una sola palabra en español, una amiga modelo me invitó a ir a la ciudad de México por dos semanas, para conocer el país, porque Tijuana —aclara—, no era México”.
“Ella era amiga de Carlos Amador, quien luego me presentaría en la arena Coliseo como Yolanda Montez, la bailarina tahitiana”.
“Para empezar, no tenía un vestuario adecuado, ni sabía siquiera donde quedaba la tal Coliseo. Pensé en un momento en retornar a mi país, pero finalmente decidí quedarme y mudarme a un hotel; me fui a vivir al Altamira, que era de los mejores, ubicado cerca de la calle de Balderas, y al que llegaban muchos artistas y empresarios.
“Dije: voy a aguantar un mes y si tengo que pedir dinero a mis padres lo haré, en tanto a ver si no sale otra cosa”, comentaba para sí la legendaria bailarina.
“Afortunadamente lo de la arena fue un éxito y luego vino el ofrecimiento de Luis Novelo, el empresario del espectáculo más importante de Yucatán, quien cada cierto tiempo venía a México a contratar artistas, para presentarlos en el hotel Montejo de Mérida. Me invitó a trabajar un mes allá y acepté, pero le pedí que, además, me acompañaran unas bailarinas norteamericanas que yo había conocido aquí. Así que allá nos presentamos como The Glamour Girls y duramos casi 3 meses. Al concluir me propusieron viajar a Cuba o volver a México”, dice, y añade:
“Mi intuición me dijo que escogiera regresar a México. Es muy curioso: cuando no sé qué decidir, no pienso en lo que me preocupa, y de pronto solita me viene la respuesta.
“Me dejo guiar por la intuición y mis presentimientos. Es como si alguien al oído me dijera lo que debo hacer”, asegura.
El origen de su nombre artístico y el característico mechó blanco que la inmotalizado
Existen múltiples leyendas sobre el origen de Tongolele, el nombre artístico que desde sus primeras presentaciones catapultó a la fama a Yolanda Montez y por el cual fue universalmente conocida.
“Finalmente éste invoca mi estilo de baile entre africano y tahitiano, pero también toda mi vida”, dice en la entrevista con Gentesur / La Revista de México.
__
Si yo la presentara en la entrevista simplemente como Yolanda Montez, si una imagen suya, quizá pocos la reconocería, pero si me refiero a Tongolele, de inmediato sabrían de quién se trata, aunque no muestra una fotografía. ¿Dígame usted cómo le gusta que le llamen?
Mis amigos me dicen Yolanda, y el público —generalmente compuesto por familias—, cariñosamente me dice Yoli.
Algunas mujeres jóvenes o maduras que están casadas, cuando me descubren en la calle o en una reunión, me detienen y me preguntan:
– Dona Yoli, ¿se puede tomar una foto con mi marido, como un regalo para él?
Y yo accedo con gusto; me gusta corresponder a ese cariño de ese público que quizá no me ha visto actuar personalmente, pero conoce mi carrera por las películas, la televisión o la prensa.
Las diversas historias sobre cómo surgió el nombre de Tongolele, han trascendido el tiempo. También su característico mechón ha sido objeto de disparatados apuntes.
Una reseña de la revista Somos, dio cuenta del puntilloso comentario de J. Jesús Cervantes en el número 538 de Cinema Reporter, el 6 de noviembre de 1948.
“En pijama, sentada en su cama (Yolanda Montez) comenzó a buscar en el diccionario palabras exóticas. Del Congo Belga sacó la palabra Congo, cambiando la “c” por la “t”. Así compuso Tongo —en frontón quiere decir chanchullo—.
“De una palabra cualquiera tahitiana, sacó lele, la cual según la gente de teatro quiere decir, engaña-bobos. Así fue como nació Tongolele….
Y sobre el mechón de la bailarina, el periodista aseguró:
“Un domingo la invitaron a una corrida de toros. Aquella tarde alternaba Luis Procuna con otros diestros.
“A Yolanda, como buena villamelona, lo que más le llamó la atención fue el lunar de canas que el diestro de San Juan tiene.
“¿Qué cosa trae ese torero sobre la cabeza?, preguntó ingenuamente a las personas que la acompañaban. Es un mechoncito de canas, le contestaron.