De memoria
Carlos Ferreyra
Ahora que me encuentro semi ciego, semi sordo y semi tullido, para alegrarme el espíritu me aparece esta foto donde está mi linda hija Magdalena en la que fue nuestra bellísima biblioteca. Porque verán ustedes que pueden hacerlo, la casa con la que soñamos durante varios años con Male, mi Malenita, resultó ser la obra más bella y la construcción, estéticamente hablando, más notable de todo Cuajimalpa.
No digo la más ostentosa ni la más grandota, sino la mejor lograda en sus propósitos de rescate de tradiciones arquitectónicas michoacanas y de muestras de arte indígena por todos lados.
La casa está rodeada por un muro de piedra volcánica y, en su entrada principal, bajo una arquería, está una puerta cuyo tablero representa un sagrado corazón, primer lugar en un concurso de tallado indígena hace más de veinte años.
En la parte superior se aprecia una modesta cúpula cubierta de mosaicos, con su respectiva linterna, como corresponde a ese tipo de construcciones.
Al entrar a la casa se encuentra un patio con una cantarina fuente en el centro y los techos de tejas que se elevan hacia el cielo.
Los corredores, sus aleros, están sostenidos por columnas labradas por indígenas de Cuanajo, vecino de Pátzcuaro, y por unas vigas espectaculares y enormes.
Tres habitaciones se ubican en dos corredores encima, con medallones traídos de España e Italia representando a la señora Santa Ana y a Santa María Magdalena.
A lo largo de un muro de ladrillo aparente, se colocó un magistral mural de lajas de piedra roja con la silueta panorámica de las iglesias de Morelia, sostenido por una herrería igualmente artística. Dos obras de arte dignas de ser conocidas.
Cada habitación tiene su vestidor y su baño, el vestidor con un ropero de tipo antiguo de piso a techo, en las puertas enormes lunas biseladas, ventanas enrejadas hacia la calle lateral.
La recámara principal cuenta con una chimenea que nunca pude hacer funcionar, dos roperos en el vestidor y un baño donde había una tina que cada vez que se utilizaba agotaba la dotación de gas, por lo que se suprimió y solo quedó una cómoda regadera.
La recámara está a tres escalones y una está en la biblioteca. Cabe mencionar que la recámara principal y otra de las habitaciones tienen una enorme pared de cristal que da al patio, en donde cuelgan unos típicos faroles de tipo colonial.
La biblioteca cuenta con su medio baño, un enorme ojo de buey con un emplomado de cristales biselados, igual que la recámara principal, que en el techo tiene un precioso y colorido vitral.
La herrería de la biblioteca fue hecha especialmente por ese gran artista, Don Agustín de la Torre, quien viajó varias semanas desde su residencia en el occidente porque quería ser el autor de ese barandal.
Bajando de la biblioteca estaba la sala y una gran chimenea que separaba el comedor; a los lados, cristaleras con medio millar de vidrios biselados que se abrían de par en par y hacían un solo ambiente del patio al jardín.
La cocina, también una modesta imitación de cocina tradicional, tenía en el extremo un desayunador con paredes de cristal mirando hacia atrás, a la cochera, y hacia el lado, el jardín.
En el jardín tuvimos la oportunidad de sembrar seis árboles frutales, correspondiendo uno a cada nieto. Un seto delimita el jardín, en cuyo centro se ubicaba un juego de muebles apropiado. Ahí asistió a comer cochinita segoviana el ya ex presidente José López Portillo, sus hermanas y algunos sobrinos.
En la cochera se acomodaban hasta cinco vehículos, y una enredadera se extendía por el muro hasta la entrada, con dos hojas de madera que se abrían automáticamente.
En la banqueta que arreglamos, ya que era un desastre, colocamos otros seis árboles que ocasionalmente miraba cuando pasaba por esa calle, donde está además el colegio israelita.
El entonces delegado, un maestro politécnico de apellido Caballero, intentó por todos los medios convencerme de que, al estar ligeramente elevada la casa, los vientos procedentes de la Marquesa revolviéndose en el patio central convertirían la casa en una cámara frigorífica.
Tenía razón, pero estábamos tan felices y orgullosos de nuestra recreación que éramos capaces de andar con abrigo dentro de la casa, pero felices, hasta que, como suele suceder, el ataque final de pobreza y ante los trinquetes de las pensiones oficiales, debimos deshacernos de la casa, donar los libros a la biblioteca de Cuajimalpa y obsequiar otros a un joven que, en un tenderete callejero y afuera de una secundaria, remataba a precios económicos toda suerte de obras.
Seguí el sabio consejo de la doctora Ana María Magaloni de que los libros no deben ser ni coleccionados ni encerrados en bibliotecas personales, porque los libros, decía la doctora, son para leer, recrear, formar y educar.
La casa, formalmente dicho, podría ser una sofisticada versión de las casas de la meseta tarasca o, quizá, una versión de una casa con patio andaluz.