Mauricio Carrera
De todos los mundos posibles, mis cantinas. El Mar de la Plata y su olor a gatos. El Covadonga y su hacerme sentir en casa. El bar Gante y su paté. El Gallo de oro (ya no, por sus cuentas infladas). El Tío Pepe, su hermosa barra y sus tragos bien cargados. La Ópera y sus gabinetes de madera y terciopelo rojo. El Amaranto y sus camarones. El Recreo, en Ciudad Juárez, y su mesa de billar.
El Dos Naciones, por desgracia desaparecido. El Porvenir, en Tampico, porque ahí se está mejor que enfrente (donde hay un cementerio). La Ballena, en Culiacán, buenos tragos con Élmer Mendoza. El Tizoc y la juventud que busca acomodo.
El Salón Martell, feo lugar pero con resonancias radiofónicas. El Dux de Venecia, que conocí en compañía del poeta Francisco Conde Ortega. El Negresco y sus lindas meseritas con minifalda. El Montejo y sus tortas de cochinita pibil.
El Salón Palacio, porque todos somos Palacio. La Cucaracha y las tertulias literarias los lunes. El Reforma y sus orejas de elefante. La Valenciana y el dominó (¿verdad, Gerardo de la Torre?). La Derrota y sus magnífico nombre.
La Providencia y su nutritiva sopa de pollo. Casa Ballina y su botana de queso de puerco. El Xel-Ha y sus quesadillas de papa. La Flor de Valencia, o la Flower, como le dice José Antonio Lugo.
El bar Sella y sus chamorros. El Nuevo León, donde recuerdo un brazo enyesado color rosa, sitio de reunión tras mis presentaciones literarias. La Mansión de Oro y su buffete. La Ribera, la Rambla y la Mascota. Beber y comer, y amar y honrar la amistad, que todo es autobiográfico y la vida se acaba.