El viernes almorzamos con la noticia de que, prácticamente por decreto oficial, ni el presidente Peña ni su secretario de Hacienda Videgaray incurrieron en conflicto de intereses al hacerse de sendas propiedades en condiciones por demás ventajosas y poco claras, a través del Grupo Higa, el contratista consentido del grupo en el poder desde que mandaba en el Estado de México.
La noticia fue anunciada por el titular de la resucitada —aparentemente sólo para este exclusivo fin— Secretaría de la Función Pública, cuya extinción se anunció con bombo y platillo al inicio de la administración.
Una vez cumplido su propósito, y dada la precariedad de las finanzas públicas, bien se haría en decretar su desaparición definitiva —sin posibilidades de una nueva resurrección o reencarnación—, y con ella la eliminación del oneroso lastre que representa este cadáver redivivo para la administración y para los mexicanos.
Sin embargo, estamos en México y sabemos que ello no ocurrirá, pese a la obviedad de su conveniencia. En cambio, nos enteramos por Reforma —sin sorpresa, pero con alarma— de que se apresta un nuevo recorte al gasto en educación, que afectaría a programas como el de escuelas de tiempo completo, una excelente propuesta que permite a las familias más necesitadas enviar a sus hijos a la escuela por la mañana y recibirlos por la tarde una vez que estudiaron, comieron e hicieron la tarea con la guía de sus profesores, tal como ocurre en países menos necesitados, como Francia y España.
El recorte contempla también la supresión de contratos de honorarios al Canal 11, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y la Universidad Abierta y a Distancia de México, entre muchos otros programas cuyo funcionamiento depende casi totalmente de este tipo de acuerdos laborales.
Otros proyectos a los que se meterá tijera son los de rehabilitación de escuelas ruinosas, cuyo presupuesto se pretende reducir en una tercera parte; la necesarísima Estrategia de Inclusión Digital, que también tendrá un recorte de más de la tercera parte de su presupuesto en comparación con el de este año, y la Comisión Nacional del Deporte (Conade), que verá mermados sus recursos en 26 por ciento (cuando lleguen las próximas competencias deportivas internacionales no nos extrañemos del pobre desempeño de nuestros atletas).
Sería ingenuo pensar que reclamos como éste vayan a ser tenidos en cuenta. Sin embargo, son expresión de un creciente clamor que pide que la educación se reforme de verdad, que se acuda a expertos y especialistas para que repiensen las bases, los contenidos, la didáctica, la forma de organizarse, la manera de capacitar adecuadamente a los maestros y, en suma, de brindar una instrucción de calidad, apegada a las necesidades del país, y que restituya a los menos favorecidos la esperanza de prosperidad que hasta hace poco representaban los años invertidos en el estudio.
Parte fundamental de este replanteamiento será la atención integral a todos los pueblos indígenas y de la población afromexicana, pendiente que, como bien señala Francisco Rodríguez en dos columnas que publicó sucesivamente en este Índice Político, constituyen una deuda insoslayable que es imperativo saldar en el menor plazo posible.
Pareciera que, parafraseando a Jorge Manrique, “a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Pero tal vez sea algo más que nuestro parecer, pues se añoran, por ejemplo, los tiempos del Instituto Nacional Indigenista, que al menos contribuyó a difundir el esplendor de algunas de nuestras culturas y sirvió de inspiración a uno de los mayores escritores mexicanos, Juan Rulfo, quien en sus sucintos Pedro Páramo y El Llano en Llamas refleja magistralmente algunas de las características y rasgos distintivos de los indígenas, y que abrevó en los archivos del INI durante el tiempo que trabajó en esa institución. O aquellos en que Gonzalo Aguirre Beltrán, uno de los primeros y más respetados exponentes del indigenismo, trabajó como subsecretario de Educación, promovió el estudio de las culturas originarias de México e impulsó diversas políticas públicas para llevar la educación en su propia lengua a los habitantes de las comunidades más apartadas.
Es evidente que, así como se dieron aquellas iniciativas y prosperaron instituciones tan importantes, en el momento actual es imperativo promover cambios radicales, aunque no los que plantea la actual camarilla que manda —ojalá gobernara— en el País, sino una verdadera revolución educativa, como las que se han dado en otros momentos de nuestra historia.
Sabemos que el convaleciente secretario de Educación Emilio Chuayfett trabaja desde su casa. Le deseamos un pronto restablecimiento. Sin embargo, más allá de la distancia que media entre su lugar de residencia y su oficina, pareciera que durante estos casi tres años se ha mantenido en la realidad virtual, sin palpar y conocer de cerca la aguda problemática del sector. Si su salud le permite permanecer en el cargo, y si tiene arrestos para ello, es momento de que actúe y encabece un esfuerzo a la medida de las enormes necesidades de este sector vital para la sociedad mexicana.
Sin embargo, y pese a las fallas que es dado atribuirle en el manejo de este sector trascendental, los recortes mencionados no son obra de Chuayfett, sino de los máximos exponentes del neoliberalismo económico en nuestro país, a cuyo frente está el secretario de Hacienda Luis Videgaray. ¿En qué cabeza cabe quitar recursos a lo que debía tener la prioridad número uno? Desgraciadamente en las de quienes asignan los recursos del erario, quienes son capaces de enviar salvavidas de miles de millones de dólares (nueve mil hasta hoy) al maltrecho peso, que sigue perdiendo terreno frente al dólar de cualquier manera, o seguir gastando en oficinas de relumbrón y de mera utilidad coyuntural, como la que acaba de exonerar a Peña y a Videgaray.