CUENTO
Su nombre era Dorothy Pech, y era la esposa de aquel hombre defensor de los indígenas mayas yucatecos. Mujer ahora de unos cuarenta y tantos años, veía su vida florecer como la más bella de las flores.
Rojo. Su color favorito era el rojo. En su casa, siempre estaba presente un detalle o un objeto con este color. En la cocina, por ejemplo, los platos donde ella servía la comida, todos eran de este color. En la sala, unos pequeños cojines, que los invitados podían fácilmente colocar detrás de sus espaldas, también eran rojos. En el baño, lugar donde no podía ser la excepción, las toallas, tanto para limpiar las manos así como también los cuerpos, ¡igual! ¡Todas eran de color rojo!
El esposo de Dorothy, aquel hombre de figura gallarda y rostro guapo, y que fascinaba por igual a hombres y mujeres con su gran carisma, la amaba demasiado. Él, desde el día en que se casaron, jamás había dejado pasar un día sin hacérselo saber: “Dorothy, mi vida; te amo más que a nada en el mundo…” Dorothy, mirándolo con total devoción, siempre le respondía: “Yo también”. Luego entonces se besaban apasionadamente.
Dorothy era tan feliz, que todo ella no podía ser otra cosa sino pura alegría y sonrisas. Su entrega para con su esposo e hijos era absoluta. Ella sentía que su vida, sino era perfecta, pues al menos estaba muy cerca de serla. Su corazón, a veces, sentía que cualquier día de esos ya no le bastaría para albergar el amor que tanto su esposo como sus hijos le profesaban.
Quizás y es por esto que, al sentirse muy afortunada, ella, de manera inevitable, siempre volvía a experimentar un gran pesar sobre su mismo corazón, cada que escuchaba a su esposo relatar las vejaciones de las que eran víctimas los indios mayas. Él, todas las noches, mientras cenaba, se ponía a contar los acontecimientos del día que ahora ya había pasado.
“Dios mío”, rezaba Dorothy estando ya acostada. “Por favor, ¡cuida a mi esposo!” Felipe, hacía ya un gran rato que dormía. Esa noche, él, mientras se cepillaba los dientes, le contó a su esposa que existía ya la posibilidad de una guerra entre los dos bandos: “los mayas pobres y los ricos hacendados”.
Dorothy, por lo tanto, se había empezado a preocupar mucho. Porque conocía de sobra el carácter obstinado de su marido. Ella sabía muy bien de lo que Felipe era capaz, si se veía en la necesidad de intervenir para salvar la vida de uno de aquellos pobres hombres, que tan desprotegidos se encontraban. No en vano, muchos años después, Felipe llegaría a ser conocido como “el salvador de los indígenas yucatecos”.
Y el tiempo pasó: seis años. Felipe ya había desayunado. Ahora se encontraba a una distancia muy corta de la puerta principal de su casa. Dorothy se había parado frente a él para decirle con vehemencia: “¡Por favor, te lo suplico! ¡No salgas hoy!” Felipe, colocando una mano sobre su brazo y mirándola con ojos compasivos, le había respondido. “Mujer, esposa mía.
¿Qué pasa? ¿Por qué estás así de alterada?” Dorothy, que en sus ojos había dolor ahora, no supo qué decirle.
Su pesadilla de la noche anterior había sido muy fea. En ella, una mujer sin rostro no paró de decirle: “tu esposo está en peligro. Lo perderás…” Dorothy, removiéndose sobre la cama, de repente se despertó para así entonces darse cuenta de que solamente estaba soñando.
Esa mañana, cuando le llegó la hora para levantarse, sintió mucho miedo. Porque entonces pareció sentir que sus piernas ya no le responderían. Las sentía sin fuerzas. “¡Por favor!”, volvió a insistirle ella. Su voz ahora era de aflicción. “¡No salgas! ¡No te vayas!” Acariciándole muy tiernamente la mejilla, su esposo le respondió: “¡Tranquila! ¡No me pasará nada! ¡Te lo juro! ¡Sé cuidarme!” Luego de besarle las manos a su esposa, se acercó hasta el perchero, de donde agarró su sombrero blanco. Entonces se lo colocó en su cabeza y caminó hasta la puerta.
Dortohy ahora, que había bajado la mirada, empezó a llorar. Sus lágrimas caían sobre aquellos azulejos blancos con figuras geométricas de color rojo en la parte del centro. “¡Por favor!”, volvió a pedir ella, sin que su esposo le hiciera caso. “¡NO TE VAYAS!” Felipe salió, y entonces la puerta se cerró.
Su mujer permaneció en su sitio, llorando por el mal presentimiento que no había dejado de sentir desde que su pesadilla la despertó. Pobre de ella, que para nada estaba equivocada. Este día iba a ser el día en el que su esposo conocería a otra mujer, por la cual él la abundaría. A partir de entonces, cuando Dorothy lo supo, de ser una mujer muy alegre, pasó a convertirse en una muy triste.
Pd. Ella se llamaba Alma…, y se apellidaba Red (Rojo, en inglés).
FIN.
Anthony Smart
Enero/18/2020