España consolidó un vasto imperio, no en vano y sin exagerar se acuñó la conocida frase de que en sus dominios no se ponía nunca el sol. Chovinismo aparte, México en ese entonces la Nueva España, fue una de las joyas más preciadas de aquel imperio, que surgió de las cenizas de Tenochtitlán y que vio su ocaso con los valientes de Baler. Las causas internas de la independencia mexicana, son de sobra conocidas y en suma, en un acto de honestidad, debemos reconocer que no fue una emancipación indígena, pues en no pocos casos los pueblos originarios se sintieron muy a gusto con el rey y con los derechos dispensados por la corona, basta mencionar para calmar a la hispanofobia, el reconocimiento español a los tlaxcaltecas por su papel en la conquista o bien los títulos que los monarcas otorgaron a las comunidades indígenas del Estado de Morelos y que cien años después del Grito de Dolores, fueron el fundamento legal de Emiliano Zapata, al exigir la restitución de tierras para su natal San Miguel Anenecuilco. Al final, la independencia fue producto de la inconformidad de los criollos, al ser marginados de ser Virreyes, Capitanes Generales y Arzobispos Primados de México.
El General Francisco Franco, cualquier consideración ideológica aparte, fue como tantos caudillos, conocedor de su historia patria. Con tino mencionó que España tuvo la fortuna de contar con grandes monarcas como Carlos I, Felipe II y Carlos III. Mencionó también, yerros innecesarios como invadir Flandes o expulsar a los Jesuitas en 1767 así como a monarcas nefastos como Carlos IV, Fernando VII e Isabel II. A pesar de que nunca le dio entrada a Don Juan de Borbón, en cambio reconoció a Alfonso XIII y a su nieto Juan Carlos de Borbón, lo hizo primero Príncipe de España y después sucesor en la Jefatura del Estado a título de Rey y por ende Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas Españolas.
En este contexto, en el plano internacional el dominio español en México, se vio comprometido por el plano geopolítico en Europa, pero también por la independencia de las Trece Colonias de América del Norte y por la Revolución Francesa, hubo incluso avezados funcionarios españoles, que desde mediados del siglo XVIII vislumbraron la independencia de la Nueva España.
En 1808, con el pretexto de conquistar Portugal, Napoleón Bonaparte invadió España y Fernando VII abdicó. Ante la invasión francesa, los españoles constituyeron juntas provinciales no sólo para organizar la defensa de sus territorios, sino para administrar el gobierno civil. Evidentemente la invasión napoleónica desencadenó una enorme incertidumbre en los territorios de ultramar. Los novohispanos no aceptaron someterse a los franceses pero España en cambio, no les permitió constituir Juntas Provinciales. Es de sobra conocido, el recelo que la metrópoli tuvo con respecto a dar autonomía a los virreinatos y capitanías generales, de hecho en la Nueva España, un territorio de más de cuatro millones de kilómetros cuadrados, por más increíble que parezca, nunca hubo más de 8,000 soldados permanentes del rey. Pero el reducido número de soldados profesionales en México, no obedeció a una negligencia o a falta de recursos, sino al fundado temor, de que esas fuerzas pudieran engrosar un ejército criollo que se levantará en contra de la corona.
Así las cosas en 1808, el virrey de la Nueva España era el madrileño José Joaquín Vicente de Iturrigaray y Arosteguí de Gaínza y Larrea, militar proveniente del arma de infantería. Al producirse la invasión francesa a España, el virrey intentó implementar a nivel local el modelo ya mencionado de las Juntas Provinciales y mantenerlo hasta en tanto fuera restituido Fernando VII en el trono español, su principal argumento fue que a falta de rey, la soberanía regresa al pueblo. Para tal efecto convocó al Ayuntamiento de la Ciudad de México y a personajes como el Licenciado Primo de Verdad, Síndico del Ayuntamiento y al mercedario peruano Fray Melchor de Talamantes.
Sin embargo, el núcleo más ortodoxo de los peninsulares, se alarmó ante la iniciativa del virrey, consideraron que Iturrigaray estaba sacando provecho de la situación para coronarse Rey de la Nueva España. Entonces las élites españolas no se quedaron de brazos cruzados y pasaron a la acción. Gabriel de Yermo, acaudalado azucarero, era la cabeza más visible del partido español. Dueño entre otras propiedades de las haciendas de Temixco y San Gabriel en el hoy Estado de Morelos, formó una fuerza, principalmente con los fornidos mulatos de sus ingenios. Al frente de esa tropa y con el auxilio de la guardia de Iturrigaray, tomó el palacio virreinal. Apresó al virrey así como al Licenciado Primo de Verdad y a Fray Melchor de Talamantes. A Iturrigaray lo enviaron a España donde fue juzgado y condenado culpable, a los criollos los encerraron en la Ciudad de México, donde murieron en circunstancias sospechosas.
La acción de Yermo, cortó de tajo cualquier anhelo criollo de independencia, pero también le generó recelo de las autoridades españolas por el prestigio y poder consolidado. De cualquier modo, continuó siendo una figura influyente hasta su muerte por neumonía en 1813, en pleno fragor de la lucha insurgente y donde sus mulatos pelearon en el bando realista. España debe a Yermo, dos años más de paz en aquel paraíso que le significó la Nueva España, pues no fue sino hasta justo dos años después, en la madrugada del 16 de septiembre de 1810, cuando Hidalgo lanzó el grito insurgente en Dolores, Hidalgo, cambiando para siempre la historia de España y México.