Juan Luis Parra
Se acabó el escándalo. No porque se haya aclarado, sino porque, como siempre, nos acostumbramos al absurdo.
Luis Chaparro prometió carnita. Dijo que nos contaría “los favores que pidió Alfonso Durazo” para entrar a Estados Unidos, a pesar de estar, según sus propias fuentes, bajo una alerta de “suspect terrorist”. Pero amanecimos y lo único que hubo fue una tibia narración de hechos ya sabidos.
Nada nuevo.
Nada que explique cómo alguien con orden de detención entra a un país con controles migratorios dignos de paranoia.
El gobernador de Sonora se graba campante en suelo estadounidense, mientras Chaparro dice que la orden sigue vigente. Entonces, ¿qué es más probable? ¿Que el gobierno gringo juegue al gato y al ratón con sospechosos de terrorismo, o que alguien infló una historia sin sustento?
Porque si era cierto, lo que vimos fue un acto de impunidad internacional. Y si no lo era, asistimos a una exhibición de periodismo con promesas de impacto y entregas sin sustancia. Una especie de película chafa de Netflix que se desinfla a la mera hora. Como esas películas que te atrapan con el tráiler, pero a la media hora ya quieres que acabe.
Durazo, por su parte, apostó al silencio.
Grabarse desde el carro fue su manera de decir “aqui estoy, bola de ingenuos”. Ni desmintió, ni aclaró. Y claro, la comunicación institucional, tampoco ayudó. Se limitaron a emitir comunicados donde no queda claro quién habla por quién.
Confusión, opacidad y un tufo a improvisación permanente.
Pero ya no importa. El ciclo informativo se cierra porque nadie quiere seguir una historia que no se mueve. Si no hay detención, si no hay documentos oficiales, si no hay consecuencias, entonces no hay escándalo. Sólo queda el eco de una denuncia y el bostezo del público.
Así se cierra el caso Durazo-Chaparro: con un video desde el carro, una promesa sin cumplir y una alerta que, al parecer, era más narrativa que real.