Jorge Miguel Ramírez Pérez
Una larga, mejor dicho larguísima historia de indefiniciones del tema federalista, dio por terminada el día 31 de mayo pasado la existencia de las delegaciones federales en las entidades de la República.
Es un asunto que se remonta a los inicios del México independiente, cuando como muchas cosas, en particular los sensibles temas de la organización del estado mexicano; nunca desde entonces, han quedado suficientemente discutidos y su destino ha sido conferirlos a un limbo político, en el que se afirma tan fuerte lo que se niega, con la misma intensidad.
En el tema del Federalismo que es un pacto de partes que forman un todo, tal como se enuncia de alguna manera en la Constitución: los estados soberanos determinan formar una unión; y no como se entiende: que un ente político, es decir, una república, se divide para el ejercicio del poder en estados libres y soberanos.
En el primer caso, diferentes soberanías abdican parte de sus competencias, limitan su libertad para erigir una república que las ejerza de manera unificada. Repito, lo otro, lo que se da en la práctica históricamente en nuestro país, es un ente central, que reparte competencias regionalmente, que en muchas ocasiones son procesos repetitivos de los centrales.
Porque el esquema es tan incongruente y costoso, que hay competencias concurrentes en las que los tres órdenes de gobierno, tienen su parte, como son los programas sociales, que los hay federales, estatales y/o municipales. Lo que hace en la práctica, por lo menos, recrear una burocracia gigante en su conjunto, que hace que se pierda en vericuetos oficinescos lo que podría ser directamente para los programas.
En el siglo pasado el gobierno explicaba un federalismo en el maletín de los discursos y operaba un centralismo real que partía de la base de que los estados eran incapaces de usar correctamente los recursos y siempre requerían de la mano docta y técnica de la burocracia central.
El cambio electoral en el 2000 hizo pensar a los expertos que por fin, México se encaminaría a saldar sus diferencias del federalismo ficticio que operaba, y que como resultado de un proceso democratizador completo, se repartirían las competencias haciendo responsables a las entidades de la mayor parte de éstas, con exclusión de las que si corresponderían al ejercicio central: los gastos de las fuerzas armadas, del Congreso, las relaciones exteriores y los servicios paraestatales por mencionar los más sobresalientes.
La idea de los teóricos depositaba en los estados los servicios educativos, de vivienda, de infraestructura, de producción industrial y agropecuaria, etc. lo que ni siquiera se planteó con una mínima seriedad y en cambio, se cedieron determinaciones parciales de los programas aplicables a las entidades, con la figura de intermediación de delegaciones federales, que disponían de recursos que por lo menos hacían visibles lo que antes era 100% oculto y arbitrario.
Antes con Zedillo, la coordinación fiscal con las entidades ya anticipaba este arreglo. El antecedente mas pronunciado fueron las delegaciones de programación y presupuesto similares a los delegados de Bienestar de hoy, que determinaban parte del presupuesto en los estados. Pero fue con Fox cuando por miedo a los gobernadores, se entregó hasta la vigilancia de esos recursos a los órganos de fiscalización de los estados.
Desde entonces los delegados que ejercían una parte de esos dineros también eran nombrados por presión de los gobernadores que usaban con fines electorales y de negociación propia los recursos, de tal suerte que se formaron en poco tiempo oligarquías locales, concomitantes a las camarillas del poder. Los delegados que querían mantener equilibrio entre los intereses nacionales y las presiones locales, duraban poco.
La distorsión fue terrible con la camarilla atlacomulquense que cayó en simulaciones que aparentaban ejercitar los gastos, que muchas veces eran en papel.
Por supuesto que esa aberrante práctica tenía que terminar tajantemente como se ha establecido desde el pasado mes de mayo.
Lo que queda ahora es una tarea de reconstrucción en lo que sí, requiera de descentralización.
Pero eso tal vez se corresponda a otros diseños que necesariamente muestren equilibrios de poder y pluralidad participativa, que puedan ser aplicables a los Consejos de Cuenca del Agua, las administraciones hospitalarias, los distritos de riego o los esquemas portuarios, entre otros.
Con todo, habría que pensar muy bien los casos en los que se ajusten los modelos a la capacidad de responsabilidad y vigilancia de los entes rediseñados, porque la experiencia de entregar los recursos a poderes como fueron la mayor parte de los estatales, que actuaron sin freno, todavía es reciente y sigue lamentándose.