Nescimus quid loquitur
Por Jafet R. Cortés
Dos sillas mal puestas, una mesa descuadrada que riega sin remordimiento alguno cualquier recipiente que tenga el alevoso atrevimiento de reposar sobre ella misma; una cama sin tender desde hace meses, cuyas manchas de café indican el descuido de su propietario; una guitarra desafinada a punto de reventar, tensando sus cuerdas con tal de que alguien la vuelva a escuchar, por lo menos una nueva ocasión.
Un librero de madera echado hacia adelante, amenazando con caer, para arrojar con violencia cada ejemplar que alberga; pedazos desperdigados del alma rota, repartidos por todo el piso, filosos como cuchillos, como punzantes trampas, a la espera de que aquel incauto que les dejó en el piso, termine pisándoles.
Escena predilecta para la proliferación de alimañas, enfermedades y desventura; cuadro que potencia con facilidad la tristeza, que busca camuflar aquel desorden sentido profundamente desde las entrañas, con aquel desorden que se encuentra sitiándonos. Perdemos la capacidad de concentrarnos, tropezamos entre los abismos que se destapan en el suelo, nos ahogamos de a poco en murmullos que habitan en las paredes oníricas de la memoria, sin que podamos ver la luz del día, que, aunque no lo creamos, nunca se ha ido de ahí.
Las circunstancias nos manipulan con facilidad, haciéndonos creer que en verdad no podemos pararnos, sujetándonos con fuerza mientras las horas se deslizan, las oportunidades se agotan y los pendientes se acumulan por todos lados; las prioridades enredadas nos empujan al descuido, mientras nos volvemos a los huesos, sujetados de aquella insana rutina que nos ancla a permanecer en aquella habitación.
Nos acostumbramos tanto al desorden, a no reparar lo que está roto, aunque podamos hacerlo; a dejar pedazos de nosotros tirados en el piso; nos sentimos tan incómodos y a la vez tan impotentes, que nos sometemos con más convicción, disminuyendo la posibilidad de modificar el ahora, haciendo que esté siquiera un poco mejor de lo que estaba.
COMIENZO Y FIN
Mientras todo pasa, una pregunta aparece tratando de movernos, ¿cuándo comenzó todo?, ¿cuándo dejamos de procurarnos, de hacernos cargo de nosotros mismos?; en qué momento terminamos tan abajo, dejando que todo se caiga a pedazos, dejándonos caer a pedazos con todo.
Sentirnos así, como aquella habitación. Habernos descuidado tanto, hasta el punto de perdernos de a poco a nosotros mismos; descuidar cada elemento de nuestra existencia hasta parecer otros, siendo la versión más lastimada de nosotros mismos.
Sentirnos con la necesidad apremiante de dar una pausa, poner orden en todo lo que podamos, antes de comenzar aquello que queremos hacer, que necesitamos dejar de postergar; una pausa, no para estar quietos, sino para movernos lo suficiente como para que aquellas cadenas que nos tienen sujetos, se confíen antes de quebrarse, o por lo menos, se oxiden lo suficiente para que, en un tiempo futuro, podamos romperlas.
Imploramos con devoción que no sea tarde mañana para terminar aquellos pendientes que se acumularon en la silla, para reparar antes de que todo empeore; para recoger los pedazos que dejamos de nosotros mismos en el piso y evitar que en un momento de desesperación podamos herirnos; levantarnos de la cama, hacerlo con cuidado, pero con valentía, rescatando de a poco las victorias que nos ayuden a enfrentar el siguiente y el siguiente desastre.