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El día que conocí a Dios

Redacción Por Redacción
16 diciembre, 2020
en Antonio Balam
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DIARIO DE ANTHONY

8:58 p.m. “Muchas son las personas que tienen algún dolor, sí, ¡pero ninguna tiene o ha tenido un dolor IGUAL al mío! Y, por lo tanto, ¡no me interesan! (Sarcasmo).

Podrán ellas o ellos tener cualquier tipo de cáncer, o cualquier otra “anomalía”, sí, pero… ¡Dios mío! Escribo todo esto ahora, después de habérmelo pasado llorando más de media hora.

Sin dejar de escuchar este tema muy triste, de la película “The Holyday”, yo, me he desgarrado en llanto. Sentado en la oscuridad, me puse a recordar el día en el que “conocí a Dios”.

Pido fuerzas al Cielo para poder seguir escribiendo todo esto. Y es que, decir que aquello sucedió por ahí del año 2012. ¡No! ¡No quiero recordar en dónde estuve en aquel entonces!

Después de “buscar”, aquella persona dijo que “me ayudaría”. Era un Rotario… ¡Cielos! Su única AYUDA consistió en PAGAR la consulta con el médico estúpido y homeópata.

Puedo decir que LA VERDADERA AYUDA me la dio un compadre suyo, a quien él pidió que me llevara a aquel lugar, a ese consultorio.

Apenas me subí a la camioneta de aquel hombre, se puso a contarme de que su madre padeció sinusitis, y que por lo tanto, cada vez que “le limpiaban la nariz” (ahora no recuerdo cómo le dicen), ella solamente lloraba mucho… Me dijo que lloraba por lo mucho que dolía el dolor de su sinusitis… También me dijo que ella ya había muerto.

Esa mañana, como todos los demás días de mi vida sin vida, no supe NADA. Lo de la consulta con aquel “charlatán” me dejó sintiéndome más desesperanzado. Y es que, yo había pensado de que “me llevarían” con un especialista, un otorrino -que siendo de paga-, a quien yo podría explicarle TODOS MIS SÍNTOMAS. “Me duele aquí y aquí…” “Expulso mocos y…”

Y ahora; apenas entré a aquel consultorio, cuando vi la mirada de aquel tipo, ¡me decepcioné! Porque entonces parecía estar “más loco que yo”. Su rostro no decía nada, y menos sus ojos, que, como ya dije, parecían ser los de UN LOCO.

Y, sin más remedio, comencé a hablar… sin dejar de mirar la foto enorme de Buda, que colgaba de una de sus paredes. Mirando a Buda, me puse a cavilar… “Este imbécil ha de creer que todo es mental (lo mío, mi problema)”, recuerdo que pensé. O es que, ¿no así dice la doctrina de Buda?

Estuve hablándole a ese idiota, más de una hora. Una y otra vez le dije lo del dolor en mis brazos, etcétera. Y al final, cuando la consulta terminó, salió y fue por los chochitos, o dulces, en forma de bolitas. Luego no recuerdo -si él o su secretaria-; escribió en una pequeña hoja, que era la receta que me daría. La hoja decía las indicaciones para tomar los dulces, así como la fecha para la próxima cita. (Todavía conservo esa hoja. Por lo tanto, creo que son dos).

El caso es que, en una de esas hojas, creo que la más pequeña, el muy imbécil había escrito “su diagnóstico”. Yo pude leer, sin entender muy bien lo que aquella palabra significaba. La frase decía “pensamientos megalómanos”.

Teniendo en cuenta la manera en que le había narrado a ese imbécil mi dolor, era lo más lógico que escribiese ALGO así. “¡Estoy luchando contra lo imposible!”, habían sido algunos de mis comentarios.

Mi ira y mi frustración por ver mi vida desperdiciada, ¡era tan grande! que, durante la maldita consulta, yo no paré de decir todas las pretensiones y presunciones que en ese AHORA me tenían “poseído”. Así que, era más que lógico que el muy idiota me tomase por un megalómano.

Pero antes de todo eso… Ahora es que lo puedo NARRAR. Como si aquel hombre que me llevó en su camioneta fuese… En aquel entonces, y años después, no me atreví a decirlo: de que su comportamiento para conmigo había sido como la de UN PADRE.

Y es que, esta es la única manera que tengo para nombrar sus actos para conmigo. Y nunca podré saber si él actuó así porque ya conocía o adivinaba un poco el dolor que yo sentía, debido a que lo había visto antes –algo similar- en su propia madre.

¡¿Quién si no él iba a saber lo mucho que me dolía moverme?! Así que, apenas entrar al consultorio (a la sala de espera), él me dijo: “¡Siéntate!” Y entonces él se acercó para pedir lo necesario a la secretaria. Luego regresó hacia mí y me dio un papel para llenar con mis datos.

Sentado yo; ¡él fue más rápido! Al notar que yo iba a necesitar algo dónde apoyar el papel, él, como todo un padre atento, ¡enseguida lo hizo! Jaló la pequeña mesa hacia mí.

Este “insignificante” acto, ¡rápidamente se lo grabé a mi mente! Dios mío. ¡Cómo sufría yo por aquel entonces! Con un dolor así, sin poder NADA… Aquí estaba este hombre. Y, si me preguntaran QUÉ ES DIOS, yo, entonces respondería que ÉL FUE DIOS.

El concepto que yo tengo de la palabra “Dios”, difiere mucho de lo que los demás creen. Yo no creo en esos dioses religiosos…, pero, si me vuelven a preguntar…

¡Ah! Ese día pude decir y jurar que CONOCÍ A DIOS. Porque no hay manera para explicar los actos tan hermosos que aquel hombre “desconocido” hizo para conmigo.

Y, de manera irónica, el Dios en el que la mayoría de la gente cree, ¡tampoco lo pueden explicar! Así que, ¡estamos empatados!

¡Conocí a Dios, aquel día! Y, desde entonces, ¡siempre he pensado en él! Muchas veces me dije que me gustaría volver a verlo, ¡tan sólo para agradecerle un poco toda su hermosa atención para con alguien como yo…!

Fueron  en total TRES hermosos gestos o actos los que “aquel Dios” hizo conmigo. El primer acto fue el de acercar la mesita hacia mí (¡Hasta la pluma había ido a buscar al escritorio de la secretaria, para después traérmela a mí!). ¡Dios mío! ¡Qué hermoso fue! Tan compasivo, tan… lleno de bondad.

Luego de esperar un rato en la sala de espera, finalmente el idiota salió de su consultorio. Y entonces me llamó, por mi nombre. Y Dios, como si fuese todo un padre amoroso, ¡me preguntó!: “¿QUIERES QUE ENTRE CONTIGO?”

¡Dios mío! Para mí pareció ser algo irreal. Yo tan adolorido, y este Dios tan al pendiente de mí… Yo le respondí que NO…

Ahora que lo recuerdo, ¡no sé por qué no le di un abrazo! Y no sé  ¡por qué no lloré en su pecho, en sus brazos! “¡Dios mío!”, le habría dicho. “¡No me abandones!”

Terminada la consulta, salí y él miró, de igual manera, como UN DIOS. “¡Tardaste bastante!”, recuerdo que me dijo. Luego me preguntó que qué me había dicho “aquel loco”…

El último y tercer acto, fue igual de amoroso: ya habíamos avanzado un buen trecho de camino, cuando entonces… (Quisiera recordarlo de manera exacta. Pero mi mente estaba tan atrofiada que, sentía que yo no era digno de la compañía y atención de AQUEL DIOS hecho hombre).

El caso es que… (Dios; ¡no puedo recordarlo!”) Todo lo que puedo decir es que… ¿Fui yo o él quien tomó la bolsa para sacar “el medicamento” que el idiota me había dado? Todo esto, no puedo ya recordarlo.

Lo que sí recuerdo fue que FUE ÉL QUIEN agarró el botecito. Entonces lo abrió y… me lo extendió. ¡Dios! ¡Dios había abierto el botecito por mí! Como todo un padre amoroso, que ve a su hijo sufrir por cualquier pequeño movimiento que su cuerpo hace, aquel hombre se había tomado la molestia de hacerlo por mí.

Y yo, sentado junto a él, ¡no supe qué decirle! Ahora que han pasado más de ocho años… Dentro de mí sé que, como si fuese la escena de una película, le habría pedido, suplicantemente: “Dios, ¡Dios mío! Por favor, ¡NO ME ABANDONES!

Y, aquel día fue el día que conocí a Dios, a pesar de que él solamente era “un hombre común y corriente”.

 

Anthony Smart

Septiembre/15/2020

Etiquetas: columna
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