Ricardo Del Muro / Austral
El 7 de noviembre de 2016 falleció Leonard Cohen, el poeta y cantautor canadiense que fue una de las voces más profundas y trascendentes de la cultura contemporánea. Poeta antes que músico, transformó la canción popular (el folk poético) en un himno generacional de reflexión espiritual, existencial y humana.
Reconocido con el Premio Príncipe de Asturias en 2011, sólo Bob Dylan, según la opinión de la revista Rolling Stone, tuvo una influencia más grande sobre su época y únicamente Paul Simon y Joni Mitchell lo igualaron como poetas de la generación de los sesentas y los setentas del siglo veinte.
Leonard Cohen nació el 21 de septiembre de 1934 en Westmount, un área anglófona de Montreal, Quebec, en Canadá, en una familia de clase media judía. “Me dijeron que era un descendiente de Aarón, el sumo sacerdote”, comentó en una entrevista. Durante la adolescencia estudió a los poetas ingleses, conoció bien su obra y copió sus estilos, pero no encontró una voz propia hasta que leyó a Federico García Lorca.
En 1956, cuando tenía 22 años de edad, publicó su primer libro de poesía titulado “Let Us Comapare Mythologies” (Comparemos mitologías), y se convirtió en una joven promesa de la poesía canadiense. A largo de su vida publicó nueve libros de poesía, pero la fama mundial de Cohen se debió fundamentalmente a sus canciones. El día que fue galardonado con el Príncipe de Asturias, reveló algo que nunca había contado en público: A principios de los 60, conoció en Montreal a un joven guitarrista español que le enseñó “seis acordes que han sido la base de todas mis canciones y de toda mi música”.
En aquellos años sesenta, Cohen era un poeta y novelista canadiense reconocido en círculos literarios pero sin éxito económico. A finales de 1965 llegó a Nueva York con algunos poemas convertidos en letras de canciones, entre ellos “Suzanne”, con la intención de ofrecerlas a los intérpretes del circuito folk de Greenwich Village. En 1966 Cohen tenía 31 años de edad cuando una amiga le presentó a Judy Collins, quien ya era una de las voces más destacadas del folk estadounidense. Y a partir de ese día, cambió su vida.
Collins contaría en su autobiografía que conoció a Cohen gracias a Mary Martin, una amiga en común. Leonard llevaba muchos años publicando y cosechando éxitos como escritor y poeta, y hacía poco que había compuesto sus primeras canciones. “Una noche vino desde Canadá y escuche sus canciones en mi sala. Esa noche cantó “Suzanne” y “Dress Rehearsal Rag”, sentado en el sofá, con la guitarra apoyada en las rodillas. Me conmovieron su voz, las canciones y toda su presencia. Había algo etéreo y a la vez terrenal en su voz. Cuando Leonard cantaba, me quedaba embelesada”. En alguna ocasión, Judy dijo que, al escucharlo cantar “Suzanne” por primera vez en su apartamento, se le llenaron los ojos de lágrimas y supo que era algo extraordinario.
Collins decidió grabar la canción de inmediato e incluirla en su álbum In My Life (1966), junto con otra de Cohen, “Dress Rehearsal Rag”. Ese encuentro marcó el comienzo de su amistad y, sobre todo, el inicio de la carrera musical de Leonard Cohen.
“Le sugerí que grabara su propio álbum – recordaría Collins -. Debutó y cantó en público, pera era terriblemente tímido. Sabía que una vez que superara su miedo, sería imponente en el escenario. Iba a actuar en un concierto de SANE (Comité por una Política Nuclear Sensata, por sus siglas en español) contra la guerra de Vietnam en el Town Hall (en Nueva York), el 30 de abril de 1967”.
Para Cohen, este concierto tuvo una importancia simbólica. Collins le preguntó si cantaría Suzanne. “No puedo,Judy, me meoriría de vergüenza”, contestó.
“Leonard, eres un gran compositor y un excelente cantante – lo animó -, la gente quiere oírte”. Finalmente accedió a regañadientes.
“Cuando lo presenté – escribió Collins -, subió al escenario con timidez, con la guitarra colgada de la cintura, y desde el lateral del escenario pude ver cómo le temblaban las piernas dentro del pantalón. Empezó a cantar Suzanne, con el público en silencio, inclinándose hacia delante en sus asientos; llegó a la mitad de la primera estrofa y se detuvo.
“No puedo seguir”, dijo, y abandonó el escenario, mientras el público aplaudía y gritaba, pudiéndole que volviera. “¡Te queremos, eres genial!”. Sus voces lo siguieron. Entre bastidores, estaba de pie con la cabeza apoyada en mi hombro, mis brazos rondeándolo.
“No puedo hacerlo, no puedo volver”. Sonrío con su hermosa sonrisa. Parecía tener unos diez años. Sus labios se curvaron hacia abajo, y comenzó a desenredarse de la correa de la guitarrra. Lo detuve, tocándole el hombro.
“Pero lo harás”, le dije. Se sacudió, se incorporó, echó los hombros haciaatrás y volvió a sonreír, y volvió al escenario. Terminó Suzanne, y el público enloqueció. Desde entonces – recordaba Collins – no ha dejado de dar conciertos”.
El resto de la historia de Cohen fue leyenda. Su inconfundible voz ronca o aguda, aunado a la melancolía de sus temas, lo convirtieron en una figura emblemática de la contracultura de los sesentas. La religión (del judaísmo se convirtió al budismo), la política, el amor y la sexualidad fueron temas recurrentes en sus letras, conformando así decenas de éxitos durante seis décadas de carrera (14 discos de estudio, 8 en vivo, 4 recopilatorios y 5 de homenaje).
Su canción más famosa es, sin duda, “Hallelujah”. Publicada originalmente en 1984 dentro del álbum Various Positions, la canción no tuvo gran éxito inmediato, pero con el tiempo se convirtió en un himno universal. Su letra mezcla referencias bíblicas, amorosas y espirituales, y su tono melancólico la han convertido en una canción emblemática que ha sido interpretada por más de 300 artistas, entre ellos Jeff Buckley y John Cale.
El último álbum de Leonard Cohen, titulado You Want It Darker, fue lanzado el 21 de octubre de 2016, solo tres semanas antes de su muerte. Es, en esencia, su testamento artístico y espiritual. El disco trata de la muerte, la fe, la redención y la aceptación del final de la vida. Cohen, ya enfermo y consciente de su fragilidad, transforma su despedida en una conversación íntima con Dios. No hay miedo ni desesperación: solo lucidez, ironía y serenidad. RDM




