Redacción MX Político.- La economía se desacelera y se contrae y AMLO sigue siendo popular. La inseguridad no cesa y el Presidente permanece con altos índices de aprobación. Los medicamentos escasean y el sistema de salud está en crisis pero la mayor parte de la población no culpa al peripatético paladín de Palacio Nacional. López Obrador contradice o traiciona las promesas que hizo en campaña pero sus seguidores no parecen culparlo por ello. La aureola de aceptación lo acompaña, dondequiera que va. Y las explicaciones ante la gloria garantizada -que los datos no minan o disminuyen o encogen- suelen ser las mismas. El líder cercano y humano; el hombre austero y dicharachero; el personaje que prefiere predicar a gobernar; el que enarbola la política del reconocimiento y mira de frente a ese México marginado que el neoliberalismo ignoró.
Pero a esos esfuerzos explicativos habría que añadirles uno más. Para aquellos a quienes visita en sus giras, manda mensajes en sus conferencias mañaneras, apela en sus arengas y convence con sus críticas, AMLO es el Gran Dignificador. Como argumenta Francis Fukuyama en su nuevo libro, Identidad: la demanda de dignidad y las políticas de resentimiento, las democracias contemporáneas no han logrado resolver el problema del thymos; esa parte del alma que que anhela el reconocimiento de la dignidad. Esa dignidad que -en la narrativa lopezobradorista- élites tecnoburocráticas pisotearon, empresas rapaces dañaron, la era neoliberal desconoció. AMLO todos los días, con las palabras que pronuncia y las élites que embiste y las promesas que hace, se vuelve un megáfono del México marginado. Le da tribuna y voz. Entiende sus agravios y los magnifica.
Por ello la agresividad retórica del nacionalismo económico que justifica y la polarización política que promueve. López Obrador se propulsa hacia delante, atado a los resentimientos legítimos de millones que se han sentido poco respetados, poco protegidos, poco reconocidos por gobiernos cosmopolitas que hablaban de la modernización. Para ellos nunca llegó. AMLO empodera discursivamente a los de abajo, a los oprimidos, a los desposeídos, a los habitantes de las rancherías y los pueblos sin agua potable o luz o pavimento o escuelas. AMLO les habla a ellos: ya rescatamos a Pemex de la expoliación trasnacional, ya rescatamos al sector salud de la industria monopólica nacional, ya rescatamos a México de los privilegios indebidos de la era neoliberal. Eso dice y le creen aunque sea una simplificación o una distorsión o una mentira.
Porque la demanda de la dignificación no está enraizada en razonamientos económicos ni puede ser resuelta a través de medios económicos. No importa que los pronunciamientos presidenciales sobre el crecimiento sean ilógicos e ignorantes. Sus seguidores no esperan de él las cifras del economista o las proyecciones del tecnócrata. Lo que exigen y reciben no se encuentra en el ámbito de la razón, sino de la moral. Para los mexicanos humillados o excluidos por su color de piel o su origen social o su falta de educación, la restitución de la dignidad importa más que las ventajas económicas. La destrucción del Mirreinato pesa más que el tamaño del PIB, o los datos del INEGI o la descalificación de las calificadoras.
AMLO entiende que la lucha por el reconocimiento es el motor de su movimiento, el punto de partida de su Presidencia. Lo que promueve tiene mucho que ver con el espíritu y muy poco que ver con la teoría económica. Quienes se sienten representados y reconocidos por él no están pensando en lo que México necesita para crecer; anhelan un liderazgo en el cual creer. Un Presidente enfocado hacia adentro, no hacia afuera, que come y viaja y habla y actúa y se viste como tantos más, aunque desdemocratice o desmodernice o empeore las circunstancias económicas de las mayorías que mira pero no les provee herramientas para crecer.
Por ello AMLO puede afirmar que “somos distintos” aunque en la práctica sean iguales. Puede señalar culpables en lugar de corregir políticas. Puede seguir redistribuyendo el pastel mientras lo achica. La épica de la dignidad y la identidad sustituye el pensamiento serio sobre cómo revertir treinta años de desigualdad socioeconómica y debilidad democrática. Paradójicamente, al final de su sexenio quizás haya más mexicanos que se se sientan reconocidos y dignificados por un gobierno que los empobreció. [Agencia Reforma]
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