CUENTO
Guadalupe Peón Braga Montes de Okas se había ido otra vez a uno de sus tantos viajes alrededor del mundo. Alegando el mismo viejo pretexto de siempre, su marido, el empresario yucateco Juan Abraham Díaz Roche Braga Montes de Okas, le había dicho que esta vez no podría acompañarla. “La empresa no puede quedarse sin mi cuidado por mucho tiempo”, dijo, para enseguida apagar la luz de su lámpara de noche.
Días después, a su partida, su mujer le dijo: “Que no se vaya olvidar pagar a nuestros dieciséis sirvientes. Tampoco se vaya a pasar pagar el cable, ya que ves que por un día que pase a la fecha indicada, nos cobran veinte pesos de multa”. El empresario, un tanto exasperado por las indicaciones de su esposa, respondió: “Por Cristo y sus clavos, mujer. Ni que fuese yo a ser tan bruto como para olvidar semejantes cosas”. “Adiós entonces, amorcito. Te juro que esta vez no me olvidaré de traerte tu cinturón K-ermés.
Mirando a través de la ventana de cristal, mientras el avión alzaba su vuelo, el empresario yucateco imaginó que le pedía otra cosa. ¡Algo suave! Algo que pudiese llenar los vacíos que últimamente lo embargaban durante el día.
El empresario pertenecía a la más alta sociedad de la mojigata y retrasada Mérida, aquella ciudad situada al sur de aquel país -no menos retrasado- llamado México. Y a pesar de su abundante riqueza, Juan Abraham jamás se había sentido feliz por completo.
Sus muchos millones no habían podido matar aquel secreto que desde entonces había guardado. A la edad de veintiocho años su padre decidió casarlo con una de las jóvenes más bellas y refinadas de aquella sociedad mojigata. Su padre había hecho esto, pero no porque a su hijo le conviniese, sino porque la joven era de su mismo nivel socioeconómico.
Juan Abraham, que por esos días sentía mucho miedo, después de pensar en todas las posibilidades que tenía para hacer algo, enseguida se vio atrapado. Y fue así como, con todo el dolor de su alma, terminó por casarse con Guadalupe Peón… La boda fue uno de los acontecimientos más notables del año en aquella ciudad “blanca”. José Abraham fue la envidia de todos los demás jóvenes de su edad.
Ahora, a pesar de los muchos años transcurridos, José Abraham aún seguía conservando, de manera muy viva, el recuerdo de su padre. Sentado en primera fila, aquel le sonreía, lleno de dicha y de felicidad. “Quiero que me des un nieto lo más rápido posible”, le había dicho aquel, mientras la limusina los conducía a la iglesia de Itzimná.
Pero el ahora empresario, que sabía que jamás amaría de verdad a la mujer con quien se casaba, a los pocos días siguientes, descubrió para sorpresa y gran suerte suya que ella no quería tener hijos. El alivio por saber esto fue como un regalo del cielo para José Abraham. Más adelante, él descubriría también lo frívola y vanidosa que su esposa era.
En el presente, José Abraham ya tenía cincuenta y cinco años. Para evitar pensar en sus deseos reprimidos, el empresario intentaba mantenerse ocupado el más tiempo posible. A su empresa constructora le iba de maravilla. Por cada día que pasaba, su fortuna personal aumentaba unos cientos de miles de pesos. Pero a pesar de esto, él no era feliz.
“Qué hice con mi vida?”, se preguntó un día el empresario. Sentado en su silla de piel exquisita, Juan Abraham permanecía con la mirada puesta sobre aquellos dos edificios, un complejo de apartamentos lujosos que su misma empresa había construido.
“¿Por qué no se lo dije entonces?”, se recriminó después de un rato Juan Abraham. “No quiero casarme con ella, porque… no me gusta”. ¿Qué le habría respondido su padre? ¿Acaso le ha habría planteado lo más lógico? “Entonces si no te gusta ella, pues búscate a una que sí”. Imposible. Su padre seguramente que lo habría desheredado, si no hacía lo que él quería…
“Hola, guapa”, sorprendió diciéndose así mismo el empresario. A su edad, sus piernas aún seguían conservándose firmes. De no ser por lo velludo que todo su cuerpo era, él se habría sentido un poco más cerca de lo que toda su vida había deseado y anhelado ser: una mujer.
“¡Rápido!”, dijo para sí mismo el empresario. Sus manos temblorosas subían aquella pantaleta de encaje de color negro. Esta era la primera vez en toda su vida que lo hacía. Vestir ropa interior de mujer era algo que siempre había querido hacer, tan sólo para saber qué sensaciones le produciría.
Ahora, encerrado con llave dentro de su oficina, por fin empezaba a saberlo. Aunque el hecho de hacerlo le provocase taquicardia, Juan Abraham no renunciaría a este gusto tan prohibido por su conciencia misma y por la sociedad en la que había nacido.
Las pantimedias, el calzón, e incluso un liguero con un pequeño moño, ya estaban en su lugar. Ahora lo único que faltaba, para completar el atuendo, era el brassier. Desabrochándose entonces, con dedos temblores, los botones de su blanquísima guayabera de mangas largas, Juan Abraham siguió con lo que faltaba para culminar su ritual secreto.
Segundos después, cuando la prenda se encontraba ya sobre su pecho plano y lleno de vellos, caminó hacia el baño de su oficina. Parándose entonces frente aquel espejo de dos metros de largo, se miró, de los pies a la cabeza. Contemplando toda su figura, se sintió más que alegre. Su espera de toda la vida finalmente había terminado.
“Hola, mamacita. ¡Qué buena estás!”, dijo José Abraham. Hablarse así, con su mujer interior, hizo que se riera coquetamente. Después, mientras que con las yemas de sus dedos se acariciaba sus piernas, al mirar los vellos que habían quedado atrapados debajo de la licra, odió el hecho de tener un cuerpo muy velludo. ¡Hasta en su espalda tenía pelos!
El baño de su oficina rebasaba el tamaño de una casa de aquellos pobres, quienes, lejos de la riqueza, vivían hacinados en unas cacitas llamadas “linfomavit”. Juan Abraham jamás en su vida conocería lo que era vivir en un casita así, pero, de manera irónica, él toda su vida había vivido sofocándose en un cuerpo que no coincidía con lo que él realmente sentía que debía de ser. No cabía duda que la brecha que a veces podía existir entre un pobre y un rico, muchas de las veces resultaban ser muy cortas.
Juan Abraham podía modelar sin ningún problema en aquel baño, revestido en su totalidad de mármol. La luz de los dos focos situados debajo de aquel espejo se reflejaban sobre todas las paredes, produciendo de esta manera un efecto de iluminación muy bello.
Aprovechando entonces el espacio en el que se encontraba, el empresario empezó a pasearse de un lado hacia el otro. Contoneándose, como quizá lo haría una mujer vestida así para su marido, su amante o para sí misma, por un instante se sintió completamente femenina, pero luego, volviendo su mirada hacia el espejo, encontrándose con su rostro muy viril y con aquellas sombras de lo que era su barba, enseguida se sintió asqueado, o más bien asqueada de sí misma. “Jamás podría hacer la transición total”, reflexionó con amargura Juan Abraham. “¡Qué dirían mis amigos, y toda la sociedad a la que pertenezco…!” “¡¿Ya lo saben?!”, les iría uno con el chisme. “¿Qué?”, preguntarían los demás, ansiosos por saber lo que sucedía dentro de sus círculos de amistades. Y entonces todos lo sabrían, que un hombre… “Dios mío, ¿de verdad?”
Pobrecito de Juan Abraham. Él jamás podría hacer lo que muchos hombres ya hacían en otros lugares del mundo. Pero, ¿de verdad era él una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre, o solamente era un hombre que gustaba usar ropa interior de mujer…? ¡Y cómo podía o podría saberlo, si tan confundido que estaba! Para un hombre de su posición social, algo así de por sí ya era muy vergonzoso. “Tan rico, y tan… raro”, dirían los que llegasen a saber de su gusto oculto.
Era domingo. Adentro del edificio solamente estaba él. Afuera, algunos guardias permanecían vigilando la entrada principal. Aun sabiéndose solo, Juan Abraham sentía miedo, mucho miedo de que en cualquier momento alguno de esos guardias viniese a tocar la puerta de su oficina para preguntarle cualquier cosa.
Al final, cuando se quitó las prendas, con los pies descalzos, nuevamente regresó a su escritorio. Abriendo uno de los seis cajones que éste tenía, fue metiendo con cuidado las prendas en el mismo lugar donde siempre las había guardado con llave.
El empresario se sentía contento por lo que acababa de hacer. La oportunidad para hacer esto otra vez, quién sabe cuándo la volvería a tener. Porque era muy cobarde como para hacerlo en su cuarto, aquel lugar en que siempre había dormido junto a su esposa, quien ahora se encontraba al otro lado del mundo, saciando su vanidad sin límites.
Despertando de sus pensamientos, Juan Abraham vio que una de sus manos se encontraba puesta sobre el pomo de la puerta. “¿Por qué sigo aquí?”, se preguntó, como si no supiese la respuesta. Una parte de su conciencia lo sabía muy bien, que lo único que deseaba era quedarse así el mayor tiempo posible: vestido por todo aquello. ¡Pero no le era posible! Porque su conciencia misma nunca paraba de acusarlo en silencio. Y esto lo volvía muy intranquilo.
Así que, sin más remedio que seguir manteniendo oculto su gusto reprimido, el empresario se decidió por fin a abandonar su oficina. Su mano se encontraba girando el pomo de la puerta, cuando entonces él de nueva cuenta levantó la mirada. Volviéndola hacia atrás, ¡miró hacia su escritorio! “¡Qué sexy!”, se dijo, cuando en su mente vio el cajón que mantenía oculto su gran secreto.
Juan Abraham se había quedado muy pensativo, y petrificado también. En su interior sentía que le faltaba algo. Y esto mismo era lo que lo mantenía junto a la puerta. Sin decidirse a salir de su oficina, seguía buscando aquello que parecía estarlo buscándolo a él. “¿Qué es? ¡Qué es!” Sus dedos habían empezado a jugar aquel llavero de oro puro.
“¡Por supuesto!”, exclamó, cuando al fin lo supo. “¡Pero cómo pude tardar tanto en encontrarlo!” Cerrando la puerta nuevamente, el empresario regresó a su escritorio. Sentándose de nuevo en aquella silla de piel exquisita, esperó a que su computadora terminase de encenderse. Tamborileando con sus dedos sobre la madera de caoba, la espera se le hizo eterna. “Rápido, ¡rápido!”, ordenó a su máquina…
Minutos después, el empresario tecleaba, en una de aquellas tantas páginas de citas: “Hombre maduro, que gusta usar lencería femenina, busca hombre que quiera verlo vestido así. Discreción total requerida”.
FIN.
Anthony Smart
Agosto/27/2019