Rúbrica
Por Aurelio Contreras Moreno
La historia política de México ha demostrado ser como una espiral que, lejos de avanzar hacia la consolidación democrática, parece girar sobre sí misma para invariablemente regresar a sus momentos más oscuros con una sorprendente naturalidad. La propuesta de reforma político-electoral impulsada por Claudia Sheinbaum es un ejemplo de ello.
Bajo el disfraz de eficiencia administrativa y austeridad republicana, se asoma una intención manifiesta: reconcentrar de manera absoluta el poder político en el Ejecutivo, desmantelar los contrapesos institucionales y restaurar el control hegemónico que caracterizó al viejo régimen priista durante décadas.
La narrativa oficial habla de reducir el costo de las elecciones, disminuir el número de legisladores, recortar el financiamiento público a los partidos políticos y “hacer más eficientes” los organismos electorales, como si se tratase de una modernización del sistema político. Pero como suele ocurrir en todos los regímenes autoritarios, no son sino meros pretextos para eliminar de tajo la pluralidad político-partidista y que ésta no pase de ser un elemento decorativo y a la vez, legitimador de un régimen cerrado, sordo y arbitrario como el que gobernó al país durante 70 años. Y como el que construyen sus “herederos” en Morena.
Una de las propuestas más graves es la de reducir el número de representantes populares desapareciendo a los legisladores plurinominales, lo que no significa una mejora en la calidad democrática y ni siquiera es un verdadero ahorro financiero. Lo que sí implicaría es una disminución de voces no oficialistas, una exclusión de las minorías y una concentración de decisiones en un solo estrato, tal como ocurría hasta antes de la reforma política de 1977, aquella sí de vanguardia.
Es hacia un estadio como el de esa época hacia donde el obradorismo pretende llevar al país, a pesar de que, particularmente, la representación proporcional fue una conquista democrática de la izquierda a la que dice pertenecer, y que permitió la inclusión de todas esas fuerzas políticas minoritarias en el Congreso que de otra forma, habrían seguido siendo meramente testimoniales y como hasta entonces, perseguidas.
Pero va más allá. Se pretende un recorte y hasta la desaparición del financiamiento público de los partidos políticos para asfixiar a la oposición, de por sí reducida a su mínima expresión por “mérito” propio. Dirán que el recorte es parejo y también le quitarán esos recursos a Morena, que no los necesita. Con el dinero del gobierno, vía los programas clientelares y el desvío descarado, les basta y sobra para operar. A lo único que se le abriría la puerta de manera masiva sería a recursos de dudosa y seguramente ilegal procedencia para hacer política. De por sí.
Con la captura total de los organismos electorales el régimen buscará “cerrar la pinza”. Vulnerada ya la autonomía del Instituto Nacional Electoral (INE) y del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), su rol ha cambiado y ya no garantizan de ninguna manera certeza en la organización y sanción de los procesos electorales. Sumado a todo lo anterior, se trata del fin del sistema democrático construido durante los últimos 50 años por muchos de quienes hoy, paradójicamente, están encomendados a destruirlo, como Pablo Gómez.
La creación de la comisión presidencial para diseñar la reforma que encabeza uno de los principales beneficiarios del actual sistema electoral –Pablo Gómez lleva medio siglo saltando de plurinominal en plurinominal- es una prueba clara de esta intención. En lugar de convocar a un diálogo plural, con participación de todos los sectores políticos y sociales, el gobierno ha optado por un diseño vertical, donde los funcionarios del Ejecutivo tienen la batuta. La oposición ha denunciado que no ha sido convocada ni escuchada. El proceso, lejos de ser democrático, es una imposición y una simulación.
El gobierno ha anunciado la realización de foros y audiencias públicas para discutir la reforma. Pero como ha ocurrido en otros procesos legislativos, estos espacios suelen ser meras puestas en escena, donde las decisiones ya están tomadas y la participación ciudadana es decorativa, ya que no hay voluntad de construir consensos, sino de imponer una visión única.
La mayoría de los integrantes de la comisión presidencial son funcionarios del régimen, sin independencia ni pluralidad. Su papel no será diseñar una reforma democrática, sino confeccionar un traje a la medida de Morena. Un traje autoritario, que permita al partido gobernante perpetuarse en el poder sin competencia real ni oponente al frente. El verdadero “sueño de Andrés”.
La reforma electoral de Claudia Sheinbaum es un espejo retrovisor que nos muestra el camino de regreso al pasado. Un pasado donde el poder se concentraba en el Ejecutivo, donde la oposición era marginal y donde las elecciones eran rituales sin competencia.
Una restauración del antiguo régimen, la reedición del viejo PRI, con viejos y nuevos rostros. Pero con las mismas prácticas de siempre.
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