Relatos dominicales
Miguel Valera
No tengan miedo, nos dijo el padre Casto Simón, un cura que tenía fama en toda la región por los exorcismos que realizaba en la parroquia que llevaba el nombre de San Miguel Arcángel, el jefe de todos los ángeles eternos, quien, según la teología cristiana, expulsó al Maléfico, al Tentador, a Satanás, a Belzebú, del paraíso celestial, ese no-espacio destinado para Dios, su corte celestial y las almas de “los buenos” de este mundo.
Éramos apenas unos adolescentes, pero nos habían enviado a “ayudar” al sacerdote, en las populosas ceremonias que organizaba cada viernes en esta comunidad muy cercana a la finca “Sayula” en donde el ex presidente Miguel Alemán Valdés solía llegar en un helicóptero que era atractivo único para chiquillas y chiquillos de la comunidad.
“El diablo se alimenta del miedo”, insistió el padre Casto, un cura alegre, bonachón, que solía bromear con su nombre: cuando me preguntan si soy “casto” yo siempre respondo con firmeza “¡Simón!”, nos decía, haciendo referencia a su nombre que completo era Casto Arturo Simón Arcos. “Recen, recen, recen y no tengan miedo”, insistía a los ayudantes que le acompañaban.
“El diablo, añadía el cura, es como un perro que sólo con mirarnos puede percibir si estamos asustados; es como un lobo, que tiene un agudo sentido del olfato y además es nictálope”, soltaba en palabra dominguera. Al ver nuestra cara de asombro, se explayaba: sí, así se les llama a las personas o animales que ven mejor de noche que de día. Así que el demonio ve qué tan oscura es nuestra alma y por ahí se va para que le tengamos miedo.
En la ceremonia reservaba un lugar especial para los enfermos. Había muchos ayudantes. A nosotros nos pedía rezar y regar agua bendita por todo el templo. Cuando recen, nos decía, no abran los ojos. La mirada es engañosa y nos puede meter miedo, añadía. Ustedes recen, recen y recen. No paren de rezar, reiteraba. A otros compañeros les había pedido ayudar con cubetas, jergas, trapeadores y escobas. Mucha gente se convulsionaba y solía vomitar. Teníamos que estar preparados para todo eso.
Desde el altar mayor o en el púlpito, en la ceremonia, el padre Casto solía decir: “Te ordeno, Satanás, príncipe de este mundo, que reconozcas el poder de Jesucristo… Vete de esta criatura… Te ordeno, Satanás, sal de esta criatura, vete, vete en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Entonces algo pasaba en el templo. Algunas personas se convulsionaban, otros gritaban o les cambiaba la voz.
Entonces Casto Simón añadía: “Quema todos estos males en el infierno, para que nunca más me toquen a mí ni a ninguna otra criatura en el mundo”. “Expulsa de mí los maleficios, las brujerías, la magia negra, las misas negras, los hechizos, las ataduras, las maldiciones y el mal de ojo; la infestación diabólica, la posesión diabólica y la obsesión y perfidia; todo lo que es mal, pecado, envidia, celos y perfidia; la enfermedad física, psíquica, moral, espiritual y diabólica”.
Con el paso de los años llegué a saber que esa oración era la misma que hacía el padre Gabriele Amorth, un exorcista romano que se hizo famoso por los libros que escribió. Del padre Casto Simón guardo aún esas escenas en mi memoria, junto con su sonrisa, su trato y generosidad: coman, coman bien, no podemos servir a Dios si tenemos hambre, solía decirnos en la casa parroquial mientras nos pasaban gorditas de longaniza, quesadillas y empanadas de flor de calabaza.