Coordinadas por Eduardo Macías
Ilustración: Diego Ventura
Emma Sifuentes
Los dos hombres que bajaban con mi madre tuvieron que hacer contorsiones — con sus cuerpos y con el de ella— para sortear la curva de la escalera. Con cada peldaño que descendían, ambos se quedaban con menos espacio para pisar firmemente mientras cargaban su cadáver.
Esta es la única imagen que tengo clara, los otros momentos llegan de súbito y me queman los ojos como flashazos de cámaras fotográficas.
Quema mi mano tocando su piel fría, quema mi cuerpo abrazando su rigidez, queman las flores que rodean el ataúd, queman las voces lejanas que se unen a mi dolor, quema el eco de los rezos que rebota en las paredes de los velatorios del Panteón Francés, quema la ceniza que ahora descansa en el comedor.
Es un destello de dolor por cada imagen que viene a mí, por cada recuerdo que cobra nitidez con el pasar de los meses. Este maldito encierro hace más incendiario cada golpe de flash.
Llevo seis meses viviendo con el fantasma de mi madre. Hace cinco años, ella falleció en esta habitación, sobre esta cama, de este lado del colchón. Antes, tenía escapatoria y, sin importar los horrores del tráfico, aceptaba con alegría trazar el camino que me llevaba de Tacuba a Santa Fe. Sí, hacía el recorrido sin protestar. Fuera de la casa, los muertos no me seguían; el cementerio personal se quedaba en el patio, con los gatos y la hierba.
Hoy comprendo que me enterré en el trabajo para no lidiar con los fantasmas. En la vieja normalidad, a las 7 en punto en la oficina, el caos comenzaba a bailar por mi pantalla. Las ventanas se abrían y cerraban; mensajes y correos brincaban al ritmo de una leve alerta; las palabras cruzaban el espacio en blanco al compás de su leitmotiv, y un ligero clic en el botón ‘Publicar’ era la coda de cada sonata.
Ahora, casi todo es igual; pero esta danza perfecta y estresante en mi computadora sucede desde su habitación, y es necesario trabajar sin descanso para mantener a la sombra humeando en otros rincones.
Podría volverme loca —no culpo a quien ya me tenga listo ese diagnóstico— pero acudo al trabajo, una vez más, para arrancarme al fantasma de los párpados.
Sin embargo, no hay dónde esconderse y solo queda platicar. “Sí mami, pues ya te digo que todos en el trabajo están locos”, le digo a la sombra que se apoya en mi hombro mientras lavo los platos en la noche y le cuento de la junta virtual de la mañana.
“Motherx, he olvidado echar el cubrebocas con el resto de la ropa en la lavadora”, no obtengo respuesta. “Sí, ya sé que prefieres que lo lave a mano”, y la sombra revive, encoge los hombros; no tiene rostro, pero estoy segura de que sonríe.
“¿Cómo ves madre?, ya ha muerto alguien cercano”, y la sombra se endereza, esperando escuchar un nombre familiar. “No, no lo conociste, es el padre de un amigo”, la oscuridad se relaja y regresa a su tejido. ¿Se sentirá sola? ¿Querrá que alguien en específico la alcance en su limbo? ¿Acaso yo? Ojalá no sea la perra.
A Cassandra, la dálmata que alguna vez fue la consentida de mi madre, le cuesta trabajo adaptarse a la nueva rutina. Permanece dormida cuando hay ruidos en el patio, pero ladra con puntualidad cuando me toca intervenir en alguna videoconferencia.
Comemos en la mesa si tengo tiempo; ella con su plato hondo junto a mi silla, yo mirando la ventana —cerrada por si el virus viaja a la velocidad del sonido—, ambas siempre bajo el acecho de su urna.
Termina abril y le cuento al fantasma que he decidido romper con mi pareja, ese hombre que tanto le desagradaba —por sus inclinaciones políticas, seguramente—. Lloro mientras cocino y ella me consuela por la espalda con sus brazos de humo negro.
Llega mayo y con él, otro fantasma; este es de carne y hueso. Un amor imposible del pasado. Antes de abrazarnos se ducha y el espectro lo observa con recelo. Él siente un aire frío y cree que la puerta no ha cerrado bien. Yo creo que es ella y su humareda de soledad.
Esa noche el colchón se cubre de diamantina; todo huele a rosas, café y desnudez. El espíritu desaparece por tres días.
En junio la pandemia comienza a dejar las marcas de sus colmillos. La economía no va bien, eso dicen los clientes; habrá recortes y muchos comienzan a prescindir de mis servicios profesionales.
“Ya lo sé mami; ya sé que dirás que Dios proveerá”. Pero el espíritu se preocupa cuando le digo a Cassandra que debemos ir a la veterinaria.
La angustia es casi insostenible en julio. Son demasiadas facturas, demasiados pagos y la quincena no rinde. Recorro las habitaciones de la casa y encuentro al fantasma sentado frente al televisor de la sala. “Sí, habrá que venderlo, gracias madre por la idea”, le digo mientras acomoda su cabellera de vapor grisáceo.
Agosto y su semáforo naranja me obligan a buscar alternativas. Necesito consolidar mis deudas, hacer una lista de amigos a quienes pedir dinero, vender ropa, los zapatos que nunca he usado y algunas joyas.
“No mami, prometo no tocar tu colección de monedas ni los anillos, todavía resguardados en la caja de cartón decorada con macarrones que te hice en la primaria”. Parece que el espectro exhala tranquilidad, y le juego una broma: “quizá venda a tu perra, si es que alguien la quiere”.
Inicia septiembre, y ya siento más confianza de salir de mi cárcel sin guardias. Abandono al fantasma de mi madre una vez, luego dos, luego tres. Un día es un café por Insurgentes, otra tarde es un paseo por la Condesa, y alguna noche es “La Guerra de las Galaxias” en un autocinema.
Hoy sigo enclaustrada, pero cada vez necesito más sol y más aire.
Tengo una pausa en el trabajo y aprovecho para sacar a pasear a Cassandra.
El espectro se queda en casa; por un momento olvido que ya son seis meses de vivir con él. Giro la llave en la chapa, jalo el picaporte, abro la puerta y pongo un pie en la calle. Es entonces cuando escucho, por primera vez, un hilo de voz: “Aquí te espero”.